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Seis historias incómodas

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Juan Gabriel Vásquez
30 de noviembre de 2008 - 03:00 a. m.
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HAY MUCHAS COSAS QUE PREFIERO no hacer para comentar Pétalos (y otras historias incómodas), el último libro de Guadalupe Nettel. Prefiero no hablar de los premios que le han caído encima: desde uno que ganó en Francia a los 19 años hasta los dos que ya soporta este libro de cuentos, el Gilberto Owen y el Antonin Artaud.

Prefiero no sacar generalizaciones imbéciles sobre la literatura de mujeres, o las mujeres en la literatura, o cualquiera de esas relaciones peligrosas que siguen matando de la rabia a cualquier escritora de verdad. Prefiero, por último, no lanzar una vez más el consabido lamento sobre el género del relato breve, cómo a los editores no les gusta publicarlo, cómo a los lectores no les gusta leerlo. Tal vez en otra columna pueda discutir un poco el asunto, pero en ésta sólo voy a decir que Pétalos es un libro maravilloso, y que hacía mucho tiempo no me encontraba, en la literatura de mi generación, con un mundo tan personal e intransferible como el de Guadalupe Nettel.

Pétalos es una colección de seis relatos (para un gran total de 140 páginas) que giran todos alrededor, o se paran todos sobre, una noción excéntrica de la existencia. Todos los narradores pertenecen, por propio derecho, a la gran familia humana de los freaks: gente rara, gente que va de lo maniático a lo francamente monstruoso, gente viviendo en los márgenes de la vida a pesar de encontrarse bien anclados en su centro. Es decir: gente distinta, que sufre por serlo, y cuyos relatos son casi siempre un intento por mirar sus rarezas con tal franqueza que parezca, por un instante, que son ellos la norma, y que los demás (los normales) son los que están equivocados. Y uno, recién salido del libro, se sorprende de que las cosas no sean así en la realidad.

En el primer cuento, “Ptosis”, el hijo de un fotógrafo de párpados se encapricha con la imperfección de unos ojos antes de una operación que los arreglará. En “Bezoar”, una modelo sufre de un desorden, digamos, inusual: tiene la compulsión de arrancarse el pelo de todo el cuerpo y comerse las raíces. En “Pétalos”, un hombre se dedica a seguir el rastro de la mujer que lo obsesiona oliendo los inodoros donde ella va orinando. No es que esos mundos sean capaces de que los lectores suspendamos nuestra incredulidad; es que la aplastan, la anulan, nos hacen sentir que cualquier tipo de reparo a la psicología de estos personajes no es sino un reparo a nuestra propia noción, cerrada y sosa, de la identidad y de la variedad humana.

Puestos a buscar presencias ajenas, aunque sólo sea para constatar la tradición en que se inscribe Guadalupe Nettel, podemos hablar de algunos cuentos de Maupassant, algunos cuentos de Poe, y de los ambientes surrealistas de los cuentos de Haruki Murakami. Pero para mí la presencia más evidente, controlada por Guadalupe Nettel como se controla un caballo demasiado brioso, es la de Cortázar: el Cortázar de los primeros cuentos fantásticos, “Casa Tomada”, “Bestiario”, “Las ménades”. Tal vez ésta es la mayor virtud de Pétalos, la razón de sus logros: los cuentos de este libro se leen, o más bien se sienten, como si fueran fantásticos. Pero no lo son: son aguda, dolorosa, descaradamente realistas. Son, de hecho, más realistas de lo que quisiéramos, y acaso por eso nos incomodan.

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