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La planeación en Colombia nació de la mano del Frente Nacional, imbuida del espíritu cepalino entonces dominante en América Latina, en una época —en el país, en nuestro continente y en el mundo— de grandes confrontaciones y transformaciones políticas y económicas.
Fue concebida y establecida como una planeación indicativa, no imperativa como existía en los países del bloque socialista. Lo que buscaba era básicamente establecer unos objetivos y unas líneas y prioridades de acción para desarrollar en el mediano plazo, no simplemente en los periodos de los cuatrenios gubernamentales, y que través de ese instrumento el Estado pudiera dar la orientación general que tendrían tanto las iniciativas económicas empresariales como las tareas propias del desarrollo social. Claramente respondía a esa visión de que el desarrollo del país era una tarea conjunta entre el Estado y el sector privado, o, si se quiere, entre las políticas estatales y la operación de un mercado libre. Esos lineamientos, objetivos y compromisos de política estaban acompañados de un presupuesto plurianual de tipo general, que permitía establecer los órdenes de magnitud del gasto público y las grandes prioridades del mismo, sin entrar en los detalles de la financiación de proyectos específicos que serían ya la labor del gobierno durante el tiempo de vigencia del Plan de Desarrollo. Este propósito general poco a poco se fue desnaturalizando en la medida en que su aprobación debía ser realizada por el Congreso y allí, entre los pequeños compromisos e intereses de los congresistas y el oportunismo de los gobiernos para meter temas muy específicos que por diferentes razones les interesaban, fue perdiendo su sentido original. Fue solo cuestión de pocos años para que el instrumento de la planeación pasara de ser indicativo y esbozador de propuestas y caminos de solución a lo que es hoy, un verdadero arbolito de Navidad donde Gobierno y congresistas, bajo la cobertura de un gran Plan de Desarrollo, fueron acomodando temas muy específico y concretos que podrían tener su importancia en muchos casos, pero que no representarían esos objetivos generales, esas perspectivas para cuyo diseño había sido concebido el mecanismo de los planes de desarrollo.
Basta decir que el Plan de Desarrollo que se aprobó en el 91, con la nueva Constitución en vigencia, estaba conformado por 47 artículos y ya para este año alcanzó la cifra de 372, cuyo incremento en buena parte se debió a que en el Congreso fueron presentadas 6.000 proposiciones para modificar el articulado de la Ley de Presupuesto. Creo que no hay que ser muy agudo para entender que perdió su carácter de ser el instrumento de política para trazar las grandes líneas y prioridades del gobierno y de la nación en el mediano y largo plazo. Su naturaleza planificadora quedó diluida en mil y un intereses específicos, absolutamente puntuales, tanto del gobierno de turno como de los congresistas de siempre y de los sectores ciudadanos y de interés, a los cuales pocas veces los mueve la búsqueda de propósitos colectivos.
Si fue diseñado como un instrumento indicativo y no imperativo, general y no casuístico, para evitar caer en las garras del estatismo, terminó en las del clientelismo y al servicio de intereses concretos que no son equivalentes al interés general a cuya sombra el concepto de planeación había nacido.
En el proceso de crisis de la capacidad de acción y liderazgo de las políticas públicas y de la acción estatal en general, juega un papel muy importante la desnaturalización que ha sufrido el instrumento de planeación. La conclusión es sencilla de formular: debe rescatarse la planeación para que sea el espacio y el instrumento para lograr el acuerdo fundamental, no simplemente transitorio y casuístico, entre los territorios con su diversidad que conforman a la nación, las comunidades que los habitan y que a su vez conforman nuestra estructura social, y los actores económicos de diferente naturaleza que son los motores para un verdadero desarrollo integral, coherente y estructural.
