Hoy, el gobierno de Colombia no tiene capacidad institucional ni recursos financieros para frenar la destrucción de la Amazonia jalonada por narcotráfico, minería y guerrilla. La deforestación avanza en espacios dominados por el alto precio de la hoja de coca, consecuencia del carácter ilegal del cultivo, y por la dinámica y rentabilidad de negocios ilícitos. A las limitaciones gubernamentales se suma una estrategia equivocada y la complicidad de algunos políticos, incluidos gobernantes locales.
En la deforestación intervienen diversos actores sociales que el Estado debe enfrentar de manera diferenciada. Son protagonistas principales los grandes inversionistas, terratenientes y narcotraficantes, que pagan al campesino-colono para que tumbe el bosque. A la tala sigue la quema, la siembra de pasto y la implantación del ganado para consolidar el derecho socialmente reconocido de propiedad. Se paga por hectárea deforestada y sembrada, y se negocia con el campesino para cuidar el ganado. Muchas de estas inversiones se hacen para lavar activos. En muchos casos, con la complicidad del gobierno local, se construyen carreteras para valorizar las propiedades.
Otros actores son pequeños y medianos inversionistas, que han obtenido su capital de la producción de hoja de coca, que trabajan para consolidar su propiedad y no son ajenos a la especulación predial que se inicia en un mercado informal y culmina con la titulación adelantada por el Gobierno.
Hay guerrillas que buscan dominio y control territorial para lo cual promueven un asentamiento selectivo, no solo en zonas de reserva forestal, sino también en el interior de Parques Nacionales y resguardos indígenas. Hoy se vive una intensa confrontación entre guerrillas, de estas con otros narcotraficantes y con las fuerzas armadas del Estado, todos pretendiendo controlar el territorio. El escalamiento del conflicto armado ha modificado la dinámica del mercado de tierras y la inversión ganadera. Algunos resisten ante los grupos armados ilegales, mientras otros negocian o son sus aliados. En medio de estas confrontaciones han sido asesinados muchos líderes sociales y ambientales.
Hay instituciones públicas y empresas que desarrollan infraestructura y facilitan las cadenas de valor de productos lácteos, cárnicos y maderas. Entre ellos se encuentran políticos locales que facilitan o apoyan la construcción de vías de penetración. Otros actores son los mineros legales e ilegales y las compañías petroleras que ganan potencial de intervención con la Resolución 110 de 2022, que reglamenta la sustracción de áreas de las reservas forestales. Esta legislación impulsa la minería y la exploración de petróleo en zonas forestales y debería ser ejecutada hasta tanto el Estado demuestre que tiene control sobre la deforestación. Implementarla ahora, convierte al Gobierno en cómplice activo de la deforestación, pues las inversiones mineras dinamizan la deforestación que el Gobierno ha demostrado no tener capacidad de controlar.
En medio de este mosaico están los campesinos, que tienen la expectativa de pasar a ser propietarios, según la reforma rural integral del Acuerdo de Paz y los grupos indígenas, cuyos resguardos cubren la mayor parte de la Amazonia conservada y hoy están invadidos por diferentes actores. Se tiene que dar un trato diferencial a campesinos e indígenas, pero resulta complejo, pues el carácter ilegal del cultivo de coca los involucra en el conflicto y algunos de ellos están mezclados, y en algunos casos relacionados con los actores del narcotráfico.
El actual gobierno fracasó en el manejo de la Amazonia, falta ver qué proponen los candidatos presidenciales y luego qué hacen como gobernantes. La sociedad civil debe exigirles consistencia y capacidad para avanzar por el camino de la sostenibilidad social y ambiental.