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Al alba

Juan Carlos Bayona Vargas

04 de octubre de 2025 - 11:56 a. m.

En la cena donde estaba en Extremadura con unos amigos de hace décadas, uno de ellos de repente se levantó y nos dijo que hoy, 27 de septiembre, se conmemoraban cincuenta años de los últimos asesinatos del franquismo. La algarabía en la que estábamos dio paso por un par de minutos a un silencio espeso que llenó el patio, arropado todavía por el veranillo de San Miguel, y se metió por todas partes. Entonces nos levantamos y brindamos por la República.

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Alguien buscó la canción Al Alba, que hiciera célebre el cantautor Luis Eduardo Aute, y que honra la memoria de los últimos fusilados de la dictadura franquista. Poco a poco nos fue llegando otra vez la alegría interrumpida y el patio se volvió a vestir de dicha.

Cuarenta años atrás había entrado a estudiar a la Universidad Complutense de Madrid, y la mayoría de mis condiscípulos venían del mundo en silencio del franquismo. De hecho, apenas dejaban hablar a los profesores. Cuando se lo reproché a Jerónimo, un murciano, de quien me había hecho amigo, me dijo que era la hora de ellos, que llevaban más de cuarenta años callados.

Razones le sobraban. El régimen franquista había amordazado cualquier posible diferencia de opinión con sus designios, tenía prohibidos los sindicatos, las lenguas diferentes al castellano sólo se podían hablar en las casas, y había limitado las reuniones de más de tres personas en las universidades.

A algunos de los profesores que tuve, la mayoría de ellos muy buenos, se les notaba, sin embargo, una delgada nostalgia por los tiempos que se iban sin remedio. Los españoles llevaban más de cuarenta años sin acudir a las urnas.

Yo no me acordaba de los fusilados, y, a decir verdad, a todos menos a uno de los que estábamos sentados a la mesa nos pasaba lo mismo. Franco, en 1975, apenas dos meses antes de morir, había ordenado su ejecución. Fueron cinco hombres. Los fusilaron sin juicio, sin derecho a una legítima defensa, al amanecer como reza la canción. Ese mismo año, el Caudillo por la Gracia de Dios moriría en su cama, o como me aseguraban mis compañeros de universidad, lo habían matado, por fin, de muerte natural. España empezaría entonces una transición hacia la democracia, que lideraría Adolfo Suárez y que volvería visibles las múltiples formas de ser español y que los agruparía en un crisol diverso y dinámico de diecisiete comunidades autónomas.

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Los tiempos, aunque han cambiado radicalmente, no han cambiado del todo. Hoy, España, como nuestro país, lo tensan los extremos, y nada que restaña definitivamente las heridas del pasado. Escuché con estupor en la televisión al portavoz de la extrema derecha, en el Congreso de los Diputados, decir que había que hundir los barcos con inmigrantes que se dirigieran a España, o en el mejor de los casos, devolverlos a sus países de origen con independencia de la distancia a la que estuvieran de sus costas. Atizar, gracias a que cada vez más languidecen las soluciones dialogadas y el multilateralismo como conquista de la historia de las naciones, todas las fobias, empezando por la que se dirige a los migrantes, es, simplemente, una forma del horror y la simplificación acomodaticia de los conflictos.

Por fortuna, y como siempre, los amigos que uno tiene le consuelan y le abrigan el alma. Pero aquel amanecer lejano no ha debido suceder jamás en España. Ni en ninguna parte.

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