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Después de tomar el autobús desde donde vivo a la academia donde estudio, decidí hacer el recorrido a pie. Teniendo en cuenta que se demora treinta minutos, calculé dos horas de caminata. A pesar de que creí haberme fijado bien en la ruta y poner puntos de referencia en algunas de las muchas curvas, me perdí a los 15 o 20 minutos. Lo sabía. Y la verdad no me importaba demasiado.
Aquí no hay casi peatones. Todo el mundo va en carro, patineta o bicicleta. Al primero que le pregunté por la ruta se espantó y siguió su camino. Después un señor de mediana edad me dijo que era mejor que buscara en Google. Como él fueron tres más. Aunque amables, a todos les parecía absurdo que preguntara algo que estaba al alcance de unos cuantos clics de mi teléfono. Y eran parroquianos. En Bogotá pasa lo mismo. En todas partes. La gente sabe cómo llegar a su destino, pero prefiere asegurarse con las aplicaciones.
Persistí. Saber perder un poco el tiempo es una forma práctica de sentirse tranquilo. Y fui encontrando la ruta gracias a una muchacha joven que me ayudó y se conmovió con mi solicitud de brújula. Fue capaz de señalarme con sus brazos y sus manos la ruta. No desde su teléfono. La reciprocidad en una conversación casual es un bien escaso en los tiempos que corren. Nadie conversa. Todos miramos el teléfono y seguimos la ruta que nos señala un satélite colgado de nuestras conciencias y que va adormeciendo la capacidad de pensar, recordar e imaginar. Aun en nuestra propia ciudad.
No es que sea un nostálgico de los tiempos idos o que no valore la enorme utilidad de los teléfonos inteligentes y todo lo demás. Es que nos estamos anestesiando. Esta nueva adicción nos tiene dando tumbos. La escuela lo sabe. Aunque parezca una frivolidad repetirlo.
