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Salimos mi mujer y yo con tiempo para ir al teatro. Eso creíamos. Ya no había puesto en el parqueadero. No tuve más remedio que estacionar en otra parte. Después de algunas vueltas encontré un espacio, un poco lejos del teatro, pero que no molestaba a nadie y que no tenía ninguna señal de prohibido. Como mi carro tiene 40 años, no importa mucho si lo dejo por ahí y creo que vale lo que costaría una buena bicicleta. O menos. Aparte de mí, a nadie le llama la atención.
Mientras caminábamos al teatro apareció de repente una mujer con cara de pocos amigos. ¿Usted es el dueño del carro gris? Me preguntó entre furiosa y afanada. Se llama El Enmascarado de Plata, le contesté para buscarle la comba al palo. Fue peor. “Son quince mil, y se pagan por adelantado”. ¿Cómo así? “Pues esa es la tarifa que tenemos aquí para los que van al teatro”. ¿Ah sí? ¿Y cómo, quién la puso?, le pregunté.
La conversación se tensó sin remedio. Me negué a pagarle, sobre todo por la manera como me cobraba y por tal cual advertencia que había dejado deslizar entre las brasas de su furia. Se conoce que todo el mundo le paga y ya. Entonces me fui mientras seguía diciendo cosas. Mi mujer, conciliadora y práctica como es, me reprochó la decisión. No son los quince mil, le expliqué, es el tonito y la arbitrariedad. Pero en especial, el tonito.
Ya sentados en nuestros puestos, no podía dejar de pensar en El Enmascarado. Volví y para entonces lo rodeaban más carros. Lo saqué de allí como pude, y por uno de esos gestos de los dioses, alguien salía del parqueadero oficial justo en el momento en que yo empezaba a dar vueltas otra vez, de modo que pude estacionar y recibir un tiquete y sentirme feliz con mi pequeño triunfo contra la arbitrariedad y la lucha urbana. Cuando le conté a la empleada que me atendió, me explicó que no se puede hacer nada y que el teatro lo ha intentado, pero es peor.
Aunque parezca mentira, pocos días después me sucedió algo de similar naturaleza en un consultorio médico particular muy reputado, al que no tuve más remedio que ir porque mi EPS no me asigna todavía la cita que necesito. Aparte de la astronómica suma de la consulta que ya estaba dispuesto a pagar, lo increíble fue que la secretaria me dijo que solo aceptaban efectivo. Quedé de piedra. Ni tarjetas débito, ni crédito, ni transferencias, ni nada de nada. Menos una factura. Apenas un recibo. Aquí abajo hay un cajero me dijo. Y podría asegurar que me lo dijo con un tonito pariente cercano al de la señora furiosa del teatro. Entonces me negué y me marché, no sin antes manifestar, lo más contenida pero enfáticamente, mi total desacuerdo.
Esta vez mi mujer me apoyó. Y camino al parqueadero me ensombrecí por el país en el que vivo y al que amo, en donde todo el mundo hace lo que se le da la gana, desde los que se adueñan del espacio público de las calles hasta los conspicuos doctores con las paredes llenas de posgrados.
