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Hace un año, justo por esta época de vacaciones, Cine Colombia estrenó la cinta Barbie en todo el país. En cuatro días vendió más de 1’300.000 boletas, la segunda película con más asistencia después de Avengers: Endgame, que en su primer fin de semana vendió más de 1’800.000. En comparación durante todo ese año, el Museo Nacional de Colombia, donde habitan las claves para entender lo que somos, registró durante todo ese año unas 220.000 personas que lo visitaron. Difícil analizar semejante abismo sin caer o en la banalización del filme o en la romantización del museo. Ni lo uno ni lo otro. ¿Acaso deberían los museos ser tan atractivos como la película? Claro que no. Son otra cosa y cumplen otra función. Sin embargo, sí se pueden acercar de otras maneras a un público escolar que no puede perder de vista su importancia, y que corre el riesgo de creer, casi sin darse cuenta, que la historia empezó con ellos. En parte, puede ser cierto. Pero un poco de menos comprensible presunción les vendría bien, porque son, como todos lo hemos sido, herederos del tiempo y deudores de la aventura humana. Una experiencia en un museo le puede cambiar la vida a una persona. Y no hablo sólo de la emoción estética. Me refiero a los descubrimientos imprevistos que, de repente, la estaban esperando.
Todo esto para decir que es desde la infancia y la adolescencia como se puede ir conversando con la gran la gran cultura de masas. ¿Por qué no poner a dialogar a las bellísimas niñas que pintaron Ricardo Acevedo Bernal y Francisco Cano hace más de un siglo, el primero sostenida de una columna y el segundo contemplando un rosal, con la niña Barbie?
Los colegios podemos conectar lo que hacemos en las aulas con la vida que hay, detenida, en los museos. De hecho, muchos museos hoy tienen programas educativos que superan las simples visitas episódicas. Es alentador ir a cualquier museo en cualquier parte y ver estudiantes de colegio en un día de colegio pululando por las diferentes salas. Nosotros ya empezamos a preparar nuestra visita para que cuando nuestros estudiantes lleguen al Museo Nacional, seguramente por primera vez en sus vidas, sientan que hay un aula más grande que su aula, y comprueben que a través de un solo cuadro o de un solo objeto se pueden aprender muchas cosas. Si los colegios no establecemos programas orgánicos, no solo con los museos, sino con lo que podríamos llamar la ciudad que educa, es posible que nuestros alumnos no visiten nunca La Casa de Poesía Silva o el Museo Nacional de Colombia, para poner solo dos ejemplos. Y no solo eso. Resulta válido imaginar que cuando nuestros estudiantes se vuelvan personas mayores, quieran llevar a sus hijos a visitar museos. Tal vez para entonces Barbie ya tenga el suyo.
