Soy un viajero que no conoce mucho cuando viaja. Si voy a una ciudad, así sea pequeña y por primera vez, trato de descubrir pronto los lugares en donde anclaré mi estadía.
Lo mismo me sucede con el campo. No importa el tiempo que piense quedarme. Lo cierto es que caminando por ahí, como en las ciudades, voy descubriendo poco a poco los sitios y sus maneras de existir, y es así como siempre acabo volviendo al mismo restaurante y ordeno el mismo plato, visito el mismo museo y me detengo más o menos ante los mismos cuadros y me vuelve a cautivar el mismo árbol, la misma colina o las mismas aceras con sus mismas esquinas, las mismas plazas con sus mismos ocultos entramados. En resumen, me gusta ir reconociéndome, poco a poco, en los otros y en los lugares que son, en la secreta intimidad que ambos me ofrecen.
A diferencia de los turistas, por quienes tengo una alergia natural, no quiero salir, al viajar, del entorno que he empezado a descubrir; y si lo hago, a veces a regañadientes, es para ver si pudiera adosar un nuevo lugar y sus personas a la corta lista de recuerdos que habrá de acompañarme. Me anima la idea, cuando viajo, de pasar el tiempo en muy pocos lugares.
Los turistas, en cambio, siempre quieren más. Tomar más fotos que luego confundirán de nombre, visitar más lugares que después también confundirán, hacer más compras y acumular más cansancio. Allá ellos con su apetito geográfico.
Si tuviera una agencia de viajes, les propondría a mis clientes experiencias de varias semanas en una sola ciudad y, en lo posible, en un solo barrio. Quebraría, por supuesto, pero sería muy entretenido proponerles que descubran que en una gota de lluvia está toda la lluvia, y en una conversación están todas las conversaciones, y en una esquina cualquiera o en un paisaje cualquiera está la posibilidad de que estén todos.
A su modo, las escuelas prefieren el turismo para sus estudiantes antes que formar viajeros. Como el turismo ultraorganizado, las escuelas permitimos muy poco o nada que los estudiantes viajen por su cuenta. Los llevamos todo el tiempo de nuestra mano, por donde queremos que vayan, por nuestra propia ruta y con nuestras propias reglas. Tampoco podría afirmarse sin más que todo ello sea reprochable. Lo sería si todo el viaje fuera a ser así.
Cuántos de nuestros estudiantes del bachillerato se han extraviado en un itinerario escolar que no les permitió demorarse en lo que les atraía, lo que los imantaba, aquello que sintieron que les podría servir de íntimo espejo.
Habrá que aceptar, porque no queda más remedio, que todo buen viajero algo de turista tiene, pero al revés, sin embargo, es más difícil de afirmar.