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Yo le debo a mi colegio, entre otras cosas, el amor por la música. Todas las semanas nos llevaban a una pequeña sala a escuchar conciertos. Una breve introducción al compositor mientras limpiaba el acetato con un pañuelo nos hacía el profesor Ernesto Bein, el vicerrector, una especie de Leonardo Da Vinci del siglo XX. La música se me fue volviendo indispensable en mi vida. Toda la música. Al punto que ya se fue haciendo imposible concebir la vida sin ella. Varios de mis condiscípulos se dedicaron formalmente a ella y se volvieron músicos profesionales. Yo no. Por dos razones, no tenía el talento que tenían ellos, y la vida se me había ido ya por el camino de la educación y las humanidades.
A pesar de ello, siempre conservé la intención secreta de aprender a tocar un instrumento. Como decía el inolvidable Bernardo Hoyos, «muy triste la vida de una persona sin saber tocar algo distinto al timbre». Bernardo, que era un melómano en serio, acabó por definir mi religión por el jazz, cuando me mostró un retrato de Duke Ellington firmado para él, en uno de los conciertos en el legendario Cotton Club al que había asistido a escuchar su maravillosa orquesta. Mi compromiso de comprarme un piano y aprender algunas de las baladas que para entonces hacían parte de mi torrente sanguíneo se hizo más inquebrantable.
Pero claro, los ideales que nos proponemos por lo general son más altos que su encarnación en el mundo que habitamos. Mi vida de educador siempre hacía que aplazara una y mil veces el viejo anhelo. No me lo reprochaba porque las melodías seguían sonando y sonando cuando yo quisiera. Me consolaba pensar que, sin oyentes fervorosos como yo, los músicos no existirían. Y que muchos habíamos nacido para ser público, y unos cuantos para intérpretes. Qué sería de los escritores (seguía consolándome) sin los lectores. Lo cierto es que mi vocación y mi vida laboral, que son una misma cosa, iban haciendo que aplazara año tras año ese deseo, y me volvía a repetir que algún día, que algún día.
Bueno, pues ese día llegó hace poco más de un año. Tuve que esperar décadas para tener un piano y abrirlo, tocar un acorde y salir corriendo de alegría. Durante semanas estuvo cerrado hasta cuando conseguí una maestra. Una concertista profesional venida de Europa Oriental. Fue un craso error. La buena señora, a fuerza de insistir en la digitación correcta, la técnica adecuada, la postura del cuerpo, de la mano, del codo, la lectura implacable de la partitura, fue matando mi pasión por las baladas que yo amaba, porque simplemente no podía tocarlas sin antes destriparme el cerebro (a esta edad es cada vez menos plástico), para descifrar correctamente la teoría musical. Mientras yo quería ensayar tocando, ella me insistía en los ejercicios de escalas, primero para una mano y luego para las dos, y toda la batería conceptual previa al goce y la experimentación.
«Así no llegarás a tocar nunca bien el piano», me dijo, cuando no tuve más remedio que darle las gracias y quedarnos solos mi piano y yo. Por un cruce de caminos propio del destino, un exalumno del colegio CAFAM apareció en mi vida. Había estudiado música en la Universidad Nacional y es un pianista sensible y apreciable. Con menos de diez minutos de clase entendió que yo no podía ni quería ser Alfred Brendel, sino simplemente tocar, lo mejor posible, unas cuantas baladas de jazz para mi entero solaz personal. Sin despreciar la técnica y la teoría musical (no es posible hacerlo), las puso en el lugar que le correspondían a mi viejo anhelo, y se conectó al instante con mi propósito para permitir que le ayudara a ayudarme. Ahí voy. Feliz, porque por primera vez soy yo quien toca lo que durante años escuchó. No muy bien todavía. Pero no importa. Mi vida no ser pianista sino los lugares a donde me traslada el piano.
Me pregunto, ¿cuántos maestros continúan sacrificando todavía la forma por el fondo, el imperativo teórico por la necesidad vital, con el objetivo impuesto de cumplir con el ejercicio vacío de sentido y además desconectado de las emociones? Yo diría que muchos. Lo triste es que, con eso, solo consiguen marchitar la pasión y cerrar los pianos.
