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El aula sin muros

Juan Carlos Bayona Vargas

15 de marzo de 2025 - 12:29 p. m.

Aunque cada vez menos, la población infantil en Colombia sigue siendo la más numerosa y representa el 32 % del total de los habitantes. Eso significa que hay 16 millones de niños, niñas y adolescentes que tienen menos de 17 años. Uno de cada tres seres humanos que respiramos en este país es menor de edad según nuestro código civil. Una razón contundente para que la educación esté de primeras en la lista de las prioridades políticas y de la agenda pública.

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Preciso es reconocer que, hoy, el concepto que de la infancia tenemos dista mucho de ser el que era décadas atrás. Así los nostálgicos del pasado no lo reconozcan, lo cierto es que me atrevería a decir que los padres y madres de hoy hemos establecido relaciones muy diferentes con nuestros hijos e hijas de las que en su momento tuvimos con los nuestros. Para bien, diría. Más cercanas, menos asimétricas, y en todo caso más sinceras, esas nuevas relaciones suponen un desafío interesante para el inveterado y exhausto esquema patriarcal, en donde los niños obedecían a sus mayores en prácticamente todo, pero muy pocas veces se obedecían en algo. Hoy la infancia cuenta. Opina y tiene más voz que antes. Participan más en las decisiones que afectan su vida, y lo más importante, tienen más posibilidad de desarrollar una identidad propia gracias a su nuevo rol en una familia que ha mutado y en una sociedad que también ha mutado.

Eso no significa, por supuesto, dejarlos a merced de su propio oleaje en aras de un falso respeto a ese nuevo rol históricamente conquistado. Significa hacerlos genuinos partícipes de su proceso de crecimiento y desarrollo. Y escucharlos. Tan son las cosas distintas, que desde 2006 en Colombia contamos con una Ley de Infancia y Adolescencia, que hizo visibles y explícitos unos derechos que estaban engavetados en la conciencia nacional. A pesar de los avances en muchos sentidos, miles de nuestros niños y niñas continúan sufriendo por la violencia, por la desnutrición, por el reclutamiento, por el olvido, y aunque cueste trabajo decirlo, por la escuela.

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No sé cuándo fue más fácil o más difícil ser niño y adolescente, si ahora, o en el tiempo en que lo fuimos los que ya nos estamos haciendo mayores. Lo cierto es que no es posible negar que los niños y los adolescentes saben, que tienen saberes sobre las cosas y sobre el mundo. No partimos de cero los maestros. Activar los saberes previos hace parte de una concepción más dinámica de la infancia. Yo creo que siempre fue así, pero no se les consideraba interlocutores genuinos.

Aceptar ese hecho es mirar el aprendizaje desde una perspectiva muy diferente, en especial, en la escuela, que es donde ocurre otro mundo allende la familia. La escuela, a mi juicio, debe garantizar experiencias culturales básicas que enriquezcan el mundo interior y el mundo social de sus jóvenes estudiantes, sobre todo a aquellos que no proceden de familias culturalmente acomodadas.Experiencias culturales que no son nada distinto a experiencias de aprendizaje y de curiosidad sensorial y cognitiva.

Una manera poderosa de ser coherentes con la nueva concepción de la infancia, es educar a través de la ciudad, o de los contextos, porque ello constituye una ocasión privilegiada para extender las limitadas y en ocasiones asfixiantes paredes del aula. Muros diría, antes que paredes. Las bibliotecas, los parques, los museos, las salas de teatro y de concierto, los barrios, las obras en construcción, las plazas de mercado, los paisajes son, entre otros muchos lugares, espacios que pueden ser estimulantes y vinculantes con los saberes más formales. No son simples salidas del colegio a otro lugar. Significan espacios de formación humana integral que, en ocasiones, pueden correr paralelos a los planes de estudio si se organizan con tiempo y sentido.

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Ovidio Decroly, el célebre pedagogo y médico belga que estuvo en Colombia en 1925 invitado por el Gimnasio Moderno de Bogotá, y quien fuera vetado por la curia de entonces, fundamentó los centros de interés como una metodología para vincular la vida que ocurre afuera de la escuela con la escuela. No lleven la gallina al salón, repetía, lleven los niños al gallinero. Dictó varias conferencias que recogería el Ministerio de Educación Nacional en 1932 cuando la regeneración conservadora había concluido y amanecían, por fin, las ideas liberales en toda la nación.

Es preocupante que existan miles de estudiantes que creen que su ciudad es el centro comercial al que los llevan sus padres el fin de semana. No tienen experiencias sociales diferentes a las de su entorno. Viven en iglús. Vale la pena preguntarse entonces si hoy, cuando tenemos escuelas llenas de tecnología de última generación y nos ufanamos de ello, continuamos todavía con la concepción de la infancia de hace un siglo. Los jóvenes lo saben, y afortunadamente ya no se quedan callados. Viene a mi memoria la bella sentencia de José María Samper Brush cuando decía, hace más de un siglo, aquello de “Trabajar por los niños es el único modo de hacer patria”.

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