Era 1978. Carlos Holguín Holguín, el rector, me recibió en el espléndido despacho rectorial. Tan sobrio como elegante. Ingresaba a la Facultad de Filosofía Letras e Historia, que dirigía el inolvidable Luis Enrique Ruiz. El rector, me dijo el decano, quiso conocer a algunos de los aspirantes de las distintas facultades y de filosofía te elegimos a ti. Quedé de piedra. Hablamos de todo. Hasta cantamos por un instante (él mucho mejor) una pequeña aria de Pagliacci, la ópera de Leoncavallo. Se sabía que el rector, entre otras muchas virtudes que tenía, era un conocedor del género y un tenor afinadísimo. Y además del célebre jurisconsulto que fue, lo acompañaba una vasta cultura humanística y una tersa pluma de escritor.
Obvio, las cosas han cambiado. Y está bien que cambien y sigan cambiando. Lo antiguo y lo nuevo, como reza nuestro apellido, es, antes que un mandato, un destino. Sin embargo, aquel gesto de querer conocer un puñado de estudiantes, y entregarles una parte del tiempo de su tiempo, no era sólo un gesto, era, sobre todo, la encarnación de las señas de identidad de uno de los proyectos educativos más hondamente incrustados en el alma colombiana. Querer saber quiénes son los estudiantes así sea un grupo de ellos, acercarse a ellos, conversar con ellos, ya era suficientemente significativo del talante de la universidad. No en vano una parte de los estudiantes tiene un papel inendosable en la elección de los rectores. Desde hace casi cuatro siglos.
Luego vinieron otros ínclitos rectores y cada uno, a su modo, fue fiel a la sentencia del fundador. Yo, al Rosario, como a mi colegio, le debo lo que soy. No lo digo por aquello que me enseñaron, mucho de lo cual ya no recuerdo. Lo digo porque en ellos me permitieron educarme, me incitaron a expresarme, a escribir, me dejaron pensar para poder aprender a pensar. Un proyecto educativo, cualquiera que sea, desde el preescolar hasta el doctorado, no tiene fin distinto a que sus invitados adquieran, poco a poco, las claves de su identidad y las coordenadas de su papel en el mundo. Y sé que ahora el querido claustro atraviesa tiempos complejos. Tal vez para recuperar el rumbo y potenciarlo, habría que empezar como a la usanza del entrañable rector Holguín, por dedicarle tiempo a los estudiantes. Mucho tiempo. Todo el que se pueda.