Sigo creyendo, después de cuatro décadas de trabajar en educación, que uno recuerda de su colegio mucho más cómo lo trataron, cómo lo hicieron sentir, cómo hizo sentir a los demás, cuánta confianza le prodigaron, cuánto se divirtió, antes que cuánto y qué aprendió. Y afirmo lo que afirmo porque lo primero permanece a lo largo de la vida; lo segundo, en cambio, se va escapando por las grietas de la luz de todos los días.
No digo que no sea importante lo aprendido. Claro que no. Al colegio también se va a aprender. Pero es subsidiario a un estado del ánimo, a un recuerdo de cómo éramos entonces y qué pasaba en cada uno de nosotros. Recordar una fórmula química, trigonométrica o matemática es acordarnos del momento vital de ese aprendizaje. Es, al fin de cuentas, un pretexto para saber qué tan felices éramos o qué tan solitarios o marchitos estábamos, o qué había en nuestros incipientes pero personales cuartos de máquinas, en donde se iba, poco a poco, fraguando el carácter de cada quien.
De muchos de mis mejores maestros recuerdo su posición ante el mundo, su sentido de la justicia, su alegría, su pasión por lo que enseñaban antes que lo que enseñaban, y, por supuesto, su sentido del humor. Crecí en un colegio donde educarse era una experiencia tan estética como ética y donde nadie se tomaba ni total ni permanentemente en serio y había tantos libros como palabras. Nos dejaban ser. Nos permitían estar. Y era legítimo equivocarse sobre todo porque después era imperativo reconocer las equivocaciones, y en lo posible, tratar de enmendarlas.
Pero mucho me temo que una concepción hedonista de la escuela, en donde se provoquen por igual un cierto sano escepticismo y una esperanza en el futuro, no tiene mayor acogida en los tiempos movedizos que nos rodean. El deber y la academia pura y dura se volvieron los gendarmes de la escuela. Ahora el miedo nos impide actuar con naturalidad. Vivimos a la defensiva. Se trocó el placer de aprender por el deber de hacerlo, y se hicieron ver como antagónicos recreo y aula, como si la alegría y el gozo no fueran parientes cercanos de la excelencia y el esfuerzo por superarse.
Ostentamos la ortiga gris en la solapa de incrementar cada año el número de jóvenes y niños que acuden a los servicios de terapeutas y psiquiatras, agobiados por el yunque de deberes que no entienden muy bien y de competencias donde sólo hay vencidos. Creo en una pedagogía de la intención antes que una pedagogía de los resultados y seguiré insistiendo en que la formación de un cachorro humano tiene que ver más con permitirle y crearle un ambiente para que poco a poco se eduque a sí mismo, y no educarlo para lo que queremos que aprenda, diga, repita o sueñe.
Quien haya ofrendado su vida a la educación así fuera por un tiempo corto, sabe que no hay nada tan cercano a lo más vivo, a lo más limpio y a lo más puro, como una mañana cualquiera en un colegio. Nuestro deber es proteger ese cristal y dejar de soplar el vaho de nuestros egos, de nuestras propias miserias.