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El juego y la escuela

Juan Carlos Bayona Vargas

15 de febrero de 2025 - 12:00 p. m.

Se juega poco en los colegios. Como si sólo se hubieran inventado para aprender cosas. Se inventaron también para jugar, para divertirse. Puede que al principio no. Pero ahora, después de más de un siglo de su invención, carece de sentido que sólo sigan sirviendo para aprender cosas. Porque además carece de sentido que sea el absolutismo de la razón el modelo hegemónico que siga gobernando el mundo de la educación.

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La discusión es ardua. Sólo menciono dos de los extravíos que nos han dominado casi todo el tiempo. El primero, que se juega sólo en los recreos como si en un salón no se pudiera jugar también, o como si en un recreo no se pudiera aprender. Y, en segundo lugar, el juego está asociado con el preescolar y la escuela primaria. Con la infancia. Nada más. Como si los adolescentes dejaran de jugar porque la biología ha empezado a enviar sus nuevos y contundentes mensajes.

La escuela tabicada es una herencia del siglo XIX de la cual aún no podemos desprendernos. De hecho, sólo a principios del siglo pasado, los maestros de la escuela primaria recibían una cierta formación para su futura profesión, en contraste con los del bachillerato que se centraban en la academia. Mundos aparte han sido la escuela primaria y la escuela secundaria. Es más fácil identificar hoy en día una mayor academización de la primaria que un espíritu lúdico en el bachillerato. Y seguimos compartimentados. Incluso advierto con claridad una cierta asepsia institucional que los separa provista de todo tipo de dispositivos escolares. Y todo porque nos cuesta ver las relaciones entre los saberes, a veces explícitas, a veces sutiles, a veces misteriosas, y nos cuesta confiar en el adolescente que ha empezado a crecer, a confundirse, a preguntar desde otra esquina.

Es obvio que los juegos del recreo no son los mismos que los del aula. Pueden coincidir si el maestro es sensible a sus estudiantes, y subvierte un poco los imperativos institucionales. Lo que los une es su sentido. Se juega para ensayar, para aprender habilidades sociales y cognitivas, para aprender a controlar las emociones, a ser flexibles, para saber cómo inhibir la impulsividad, pero en especial, se juega para el gozo y para aprender a que no siempre ganarás, y que es muy sano crecer distinguiendo contrario de enemigo. El juego activa la toma de decisiones casi como ninguna experiencia humana. Los juegos ancestrales africanos, por ejemplo, el awale, tan lejos de las lógicas de rico McPato y su monopolio, proponen formas didácticas con semillas (no con billetes), que nos hacen ver la competencia de otra manera, menos asociadas a la victoria y más a la estrategia de entender las lógicas del tiempo.

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Pero la escuela no cede espacios y los maestros poco se atreven. Si jugáramos más entenderíamos mejor cómo relativizar las verdades, y que no tienes que vencer y vencer para haber jugado bien.

Simplemente haber jugado para sentirte feliz y aprender dignidad en la derrota y aprender que la vida tiene un precio que no puedes pagar continuamente y que haberlo vivido fue importante. El juego enseña a reírnos de nosotros mismos, enseña a que no estás solo, y que no es lo mismo pertenecer a un grupo que hacer parte de un equipo. Los grupos los hacen individuos que se han reunido temporalmente por algo; en cambio a los equipos los conforman personas que son capaces de pedir ayuda porque saben que solas no pueden y que los une un propósito común. Una persona educada, juega, es decir, pide ayuda.

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