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Suele pasar que cuando los rectores volvemos nuestra oficina el colegio entero, suceden cosas maravillosas, difíciles y vertiginosas. Hace unos días me encontraba almorzando en la cafetería del colegio con un grupo de estudiantes que, sorpresivamente, me concedieron el privilegio de sentarme con ellos y ponerme al día de las últimas noticias ocurridas el fin de semana de los adolescentes.
Estaba yo feliz sintiéndome parte de su pequeño mundo, cuando de pronto un niño con la yema de sus dedos tocó mi hombro y me preguntó a quema ropa: “tú eres el rector, ¿verdad?” Ante la viveza de su pregunta y su audacia, contesté “sí, lo soy”. Sin esperar a que lo pudiera mirar a los ojos, el niño me soltó “pues se me perdió mi cometa, ¿me la buscas?”.
La orden era perentoria. Pensé por un instante. ¿el rector buscando cometas? Pues claro. Algo debemos estar haciendo bien si en este colegio los niños le piden al rector que les busque su cometa y el rector les hace caso. La contundencia de la solicitud no daba espera. Y como si no me hubiera sorprendido suficiente la escena, cuándo le pedí que me acompañara a buscarla, el niño me espetó: “no puedo, tengo clase, se me perdió por allá y soy de tercero A.”.
Los adolescentes testigos de todo no lo dudaron y se convirtieron en mi improvisado grupo de ayudantes cómplices en la inesperada misión. No acabamos de almorzar y nos dimos a la búsqueda. Después de un rato largo por los potreros de la sabana, aledaños al colegio, concluimos que la cometa estaba perdida sin remedio. Nos apenamos en serio. Ellos y yo, no tuvimos más remedio que ir hasta tercero A para comunicar las malas noticias. Cuando llegamos al salón con las manos vacías, el pequeño, en medio de su conmovedora tristeza, levantó su cabeza para decirme “gracias, al menos lo intentaste.” Su gratitud era sólo comparable a su legítimo arrojo al pedirme que fuera a buscarla.
La respuesta del niño me permitió entender lo que había detrás de su petición y lo que había provocado en mi extrañeza inicial. Aquel niño quería saber si para el rector era tan importante su cometa como para él. Le parecía que, como figura que encabeza esos rígidos esquemas jerárquicos que creemos que son lo que le dan orden y sentido a una escuela, y a una sociedad, estaba tan comprometido con su cometa como él.
Como educadores tenemos que estar dispuestos a hacer de las prioridades de nuestros estudiantes, las nuestras. Por eso creo que la labor de un rector es buscar las cometas que sus estudiantes prestan a los vientos de agosto y de septiembre.
En el sector educativo nos hemos dedicado, fervorosamente, a buscar culpables. Nos enredamos en debates sobre de quién es la responsabilidad de todo lo que creemos está mal con el sistema. El Estado, las familias, los sindicatos, los salarios, la corrupción, los maestros, los recortes ineficientes, el ministerio, y así llegamos hasta la reciente visita de los príncipes de Sussex a nuestro país. Creamos bandos, cultivamos competencias insanas, y nos ensanchamos en debates inocuos que dejan heridas profundas. Y ante la tara que tenemos de seguir señalando enceguecidos los culpables, creo que debemos aceptar que la responsabilidad es de todos y es de nadie.
Lo que este niño trajo de vuelta a mí fue la claridad de que mientras buscamos un sistema educativo justo, amplio, capaz y todos los demás adjetivos que nos proponemos perseguir, no debemos dejar de ver que los niños juegan y pierden cometas, y es nuestra responsabilidad detener nuestras labores de planeación, elaboración de informes y eternas reuniones para ir a buscarlas por ellos. Cuántas cometas, metafóricamente hablando, se han perdido y siguen perdidas mientras seguimos debatiendo, y no fuimos a buscarlas. Por negligencia, cansancio, falta de tiempo o todas las anteriores.
Al lector, que aspiro haya terminado de leer esta columna, le cuento que Robert, el celador del colegio y mi nuevo cómplice inesperado, la encontró pendiendo de un árbol. Cuando se la devolvimos al niño, a todos se nos humedeció la mirada.
