La historia de la educación es una manera interesante de estudiar la historia de las sociedades. La educación es, sobre todo, y ahora más que siempre, un hecho social y no solamente un hecho individual. A veces a la vanguardia, y a veces muy rezagado, el acto educativo refleja el tipo de sociedad que somos o que queremos ser. La educación puede ser nuestra ilusión o nuestro fardo. La educación es, en últimas, el centro de todos los debates.
Sea como fuere, hoy con la educación, intervienen muchas disciplinas que no lo hacían hace unas pocas décadas. La economía, la sociología, la psicología, la historia, el derecho, la psiquiatría, la medicina, la administración de empresas, la tecnología y la informática, hasta la publicidad; todas desde sus propios núcleos de pensamiento e intereses, interpretan la escuela y sus conjuntos, lo cual dificulta saber con claridad cuándo estamos hablando del hecho educativo en sí mismo, y cuándo la legítima incursión de estas ciencias toma el lugar o desplaza la función educativa, la pedagogía que la fundamenta y las didácticas que la hacen posible.
A la educación se le piden cambios en el corto plazo, como si al girar y girar el timón de un trasatlántico ese sólo hecho hiciera que cambiara de rumbo inmediatamente. Por eso los objetivos de la educación se plantean en el mediano y en el largo plazo y se van interiorizando en la cultura escolar y en la comunidad a lo largo de los años. Y se le piden a la escuela hábitos y conductas que deben venir en ciernes desde el huerto familiar. De modo que los educadores solemos estar entre un cruce de caminos.
De una parte, una creciente demanda de soluciones prontas y prácticas empujadas por disciplinas que, por su propia naturaleza, tienen efectos más cortoplacistas, y se obnubilan por el afán de actuar. La tecnología, por ejemplo, ha transformado el acto de aprender y el acto de enseñar radicalmente; sin embargo, ha impreso sobre nuestras vidas una fuerte influencia de inmediatez, eficacia y competencia con los que la escuela ha tenido que lidiar haciendo más difusa la frontera entre lo que es educativo y lo que no lo es.
Y de otra, una frecuente incomprensión de las familias que, presas del miedo y la incertidumbre y la compulsión porque sus hijos sobresalgan sobre los demás se olvidan de los demás.
He defendido durante mi vida de educador un espacio propio para la escuela primaria y secundaria, en donde se pueda y sea posible comprender antes que juzgar y se pueda interpretar antes que controlar, y se pueda persuadir antes que imponer. La complejidad de lo humano y al mismo tiempo su total contingencia pueden ser mejor orientados, con un acercamiento más consanguíneo al propio misterio de orientar la infancia o de orientar la adolescencia. Un acercamiento más despacioso pudiéramos decir antes que efectista.
A mi juicio, eso se logra si recuperamos para el sector docente el centro del hecho educativo porque (entre muchas razones), finalmente somos nosotros los que estamos la mayor parte del tiempo con nuestros estudiantes. Y por supuesto, apoyarnos en las ciencias que nombro como auxiliares de nuestra labor y no creer que, sin ellas, nos desvanecemos.
La escuela es un campo de experimentación diaria. No significa que no sepamos los maestros que otras disciplinas nos pueden ayudar a cumplir mejor nuestra función. Y que en ese sentido es sano dialogar con ellas y aprender de ellas. Pero tiene uno la sensación, desde hace años, que hemos sido cooptados poco a poco por las convulsas veleidades del despiste generalizado y las frivolidades allende nuestros campus. Nos falta valor para mirarlas críticamente. Y así nos va.