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Orden

Juan Carlos Bayona Vargas

02 de agosto de 2025 - 10:16 a. m.

Hace ya un tiempo, mientras caminaba por el colegio que dirigía, me abordó de repente un niño de unos cuatro o cinco años, y me dijo: “me amarras los zapatos" No dudé en hacerlo. Pero mientras lo hacía, pensé que lo mejor era enseñarle para que no tuviera que estar pidiendo el favor. Bueno, en su caso, no me pidió el favor: me dio una orden perentoria. Haberle dicho que dijera por favor era una solemne idiotez, pues era tal su naturalidad y su urgencia, que los modales le importaban un pimiento. Con toda la razón. Es fácil agazapar el fondo, porque la forma no nos gusta. Y la verdad, ¿qué culpa tiene el payaso si el maromero se cae?

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Es muy difícil enseñar a amarrarse los cordones de los zapatos. Lo que resulta sencillo para un adulto, es muy complejo para un niño. Y suponemos que no. Siempre estamos suponiendo. Con seguridad lo entiende, pero no lo puede ejecutar tan rápido como su comprensión lo registra. Se necesita una motricidad fina desarrollada, y un cierto sentido de la geometría del espacio. Es como atrapar una pelota en el aire o aprender a silbar.

Decidí entonces desatar los cordones por completo de sus zapatos pensando en todo esto, y mientras sentía su mirada inquisidora al ver lo que hacía, le fui contando el socorrido cuento de las orejas de los conejos. Sabía que no tenía mucho tiempo, pero logré detenerlo. Haces las dos orejas de los conejos, una por una, para después pasar una por debajo de la otra como si fuera una cruz y después aprietas con fuerza. Me ayudó a hacerlo otra vez, cuando deshice las que había hecho. No le quedaron muy bien, pero el tipo salió corriendo feliz a seguir jugando mientras sus amigos nos miraban a prudente distancia.

No creo que haya un educador verdadero que lo sea si no está dispuesto a enseñar a amarrarse los cordones. Literal y metafóricamente. A tomarse el tiempo para hacerlo. A crear la atmósfera para que se lo pidan, sin que le pidan el favor. Y para eso hay que mezclar la escuela, todo su territorio, salir de los despachos protectores, de las salas de maestros, de los cubículos de investigación. La escuela cree todavía que la educación preescolar es un asunto de las profesoras del preescolar. Lo es, por supuesto. Pero la escuela es un todo, no un conjunto de islas flotando en un mar que, antes que unirlas, las separa.

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Y nos encanta en la escuela separar, tener reinos, ser territoriales. Casi en todo. Podría decir que el mundo corporativo fue, de alguna manera, un reflejo de la escuela fracturada. Cada uno en su escritorio. Cada uno a lo suyo. Cada uno en su terruño. Ya no. Llama mucho la atención ver las interacciones que hoy existen física y misionalmente en las empresas, mientras que la escuela sigue anclada cada una a su puerto. Nos están dando ejemplo.

Creo con fervor que, si enseñamos a amarrar los cordones, en ese acto tan simple como hondo, hay una pequeña genuflexión que emparenta los espíritus, y los dulcifica. Tenemos que agacharnos para hacerlo. Pero nos cuesta. Creemos saber mucho los maestros de muchas cosas, pero olvidamos que ceremonias de autonomías comunitarias, como esta pequeña escena que relato, son el pan diario de una escuela; y que muchas veces se hacen invisibles porque no sabemos mirar para el lado que es, sino para el que queremos que sea, como si no fuera un triunfo impresionante amarrarse los zapatos solo, y declararlo a todo el mundo.

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