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No suelo ir a los entierros. Solo si, con el difunto, había un lazo que la muerte desató con su eterna destreza. O con sus deudos. A veces solo asisto unos minutos. Me recojo y me escabullo. En otras ocasiones estoy hasta el final y aguanto lo que haya que aguantar. Y me consuelo diciendo mentalmente algunos versos de la Canción de la muerte de Espronceda... débil mortal no te asuste/ mi oscuridad ni mi nombre/ en mi seno encuentra el hombre un término a su pesar/ yo compasiva, te ofrezco/ lejos del mundo un asilo, /donde a mi sombra tranquilo/ para siempre duerma en paz. Hay entierros en que disipó un poco la pena con las instrucciones que recomendaba el sabio Cortázar. En fin. Que me defiendo del embate de la muerte como Dios me ayude. Me ha sucedido que al pasar enfrente de un sepelio de quien no tengo ni la menor idea de quién es, siento la autoridad de la muerte muy cerca y le prodigo, conmovido por un instante, un gesto al difunto deseándole buen viaje. La muerte es de todos y para todos hay. Pero los muertos son propios.
Es por esto último que entiendo muy bien que la familia del senador Miguel Uribe Turbay, con todo su derecho, le haya pedido al presidente Petro y a los miembros de su gobierno que no asistieran a su entierro. Cada familia le da trámite a su dolor como buenamente pueda. Y sus razones tendrán. También tienen el sagrado derecho de pedirles a otros que sí asistan. Eso no se discute. Me queda, sin embargo, la pregunta si no se perdió una oportunidad valiosa de tender un puente. Por débil que fuera, por colgante que fuera, pero puente, al fin y al cabo. El presidente y sus áulicos hicieron bien en no asistir. Uno no va a donde no lo han invitado y más aún si le piden el favor que no vaya.
Si el lector considera mi reflexión con alguna conmiseración, el asesinato miserable y aleve del senador, que espontánea y genuinamente nos conmovió a millones con independencia del credo político, era una posibilidad de breve sosiego de los espíritus, de atemperarlos un poco. No por legítima e indiscutible, la decisión explícita de la familia del senador de pedirle al gobierno que no asistiera deja de enviar un mensaje complejo que no contribuye a menguar la corrosiva polarización que nos carcome por dentro. Seguramente la intención no era esa. Pero es borrosa la frontera entre el dolor y los señalamientos.
Soy consciente de que escribirlo como ahora lo escribo es fácil. Solo me quedé pensando en que se trataba de un gesto. Solamente un gesto. Un gesto seguramente muy difícil de tomar. Eso se comprende. Un gesto que contribuyera a no azuzar más las ascuas de los odios. Era un gesto. Pero bueno. Cada quien lidia su dolor como puede.
