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Hace unas semanas, Isabel Segovia, la diligente y profesional secretaria de Educación de Bogotá, declaró que el 33 % de los estudiantes que se gradúan en el sector oficial de la ciudad no tienen las competencias básicas en lectoescritura, y el 43 % no las tienen en matemáticas, de acuerdo con las pasadas pruebas Saber que realiza el Estado colombiano todos los años para medir el sistema educativo. Significa su declaración que esos jóvenes no pueden resolver una operación matemática elemental, o comprender un texto, es decir, inferir o llegar con base en una información dada, a una conclusión.
Las cifras presentadas de esa manera podrían hacernos pensar que esos jóvenes son incapaces de aprender o no son lo suficientemente inteligentes para hacerlo. Y no. Seguramente son buenos ciudadanos y buenos seres humanos. Sucede que lo que les ha fallado es el sistema educativo más que sus propios talentos naturales, porque la educación mueve esos talentos, los potencia, los transforma, y en muchos casos, los crea. No importa si es para resolver operaciones matemáticas básicas, leer comprensivamente un texto o comportarse de forma democrática y solidaria.
Le faltó agregar a la secretaria que esas personas que no tienen, según la prueba, las competencias mencionadas, son inteligentes y seguramente buenos ciudadanos y buenos seres humanos. No sobra decirlo. Y no sobra porque siempre es bueno recordar que la falta de esas competencias no impide ser un buen ciudadano o un buen individuo. Una persona con bajos puntajes en matemáticas puede ser mejor ciudadano que una con altos, lo que no obsta para mejorar los desempeños de ambos casos donde cada uno lo requiera, porque claramente las competencias ciudadanas también se educan.
¿Cómo fue posible, entonces, que año tras año del ciclo escolar se haya incubado un porcentaje tan alto en esas materias en lo que tiene que ver con sus competencias básicas? ¿Cómo fue posible que llevemos décadas con las mismas preguntas? La respuesta no puede ser una sola y en ese sentido es compleja, y depende desde donde uno se ubique para responderla. Sin embargo, hay unas que son comunes a todas las posturas y que están diagnosticadas desde hace tiempo: las altas densidades escolares, los entornos sociales y familiares, las malas interpretaciones de la normativa vigente, la persistencia de las dobles jornadas en el sector oficial, la creciente desilusión que tienen los jóvenes por educarse son, entre otras causas, obstáculos reales para los malos resultados. Más problemáticas son las que tienen que ver con el cansancio real y no real de los docentes, pasando por el ausentismo escolar, hasta la pérdida de días y días de clase por todo tipo de dudosas razones, sin dejar de mencionar los liderazgos burocratizados de muchos de los rectores y los soporíferos planes de estudio que siguen diseñando más de una docena de asignaturas en la Educación Media, vale decir, en los dos últimos años del viaje del ciclo escolar.
Con todo, soy de los que cree que el sistema de educación (incluido por supuesto el oficial), tiene muchos motivos para no perder la esperanza. Pero nos tenemos que seguir pellizcando lejos de las clásicas letanías de siempre.
Lo cierto es que preparar a alguien para que aprenda algo (no importa qué) supone un ambiente de aprendizaje seguro donde esa persona se sienta cuidada, tranquila y, además, tenida en cuenta. La secretaria lo sabe. Y supone además no interrumpir con una cantidad de conocimientos vacuos lo que viene con cada uno de los estudiantes que tenemos a nuestro cargo.
En la mayoría de los casos, so pretexto de completar al ser humano que la escuela tiene como su invitado y su sentido, lo que se consigue es extraviarlo y aburrirlo hasta cuando deserta. Estoy seguro de que la secretaria también lo sabe. De ahí se explican sus esfuerzos para fortalecer lo básico y pertinente, por eso sus estrategias para focalizar e intervenir los casos específicos en la Educación Media, para establecer nivelaciones en la educación secundaria y para propender por el mejoramiento general de todo el sistema y así reducir los escandalosos porcentajes que declaraba.
Sin embargo, insisto junto con ella, esos esfuerzos podrían no tener mayor efecto si dentro y fuera de la escuela no existen entornos seguros, donde se tramiten de forma adecuada el torrente de las emociones que se agitan sin cesar en una escuela. En otras palabras, donde exista una convivencia social no exenta de conflictos, por supuesto, pero que permita aprender a resolverlos de forma adecuada y que se constituya como una pequeña comunidad de aprendizajes que reflexiona sobre lo que está haciendo.
Por eso celebro que su programa Escuela con Emociones sea la antesala de toda su preocupación por la academia básica y su mejoramiento continuo. El cerebro límbico antes que el racional. Una persona, para aprender algo, en este caso, matemáticas o lectura comprensiva, o a cruzar la calle por los pasos de cebra, o a ser compasiva con sus semejantes y el mundo que habita, necesita sentirse segura física y emocionalmente, necesita saber que se puede equivocar, que se puede expresar, que se puede contradecir, y que nadie, llámese rector, maestra o maestro, amigo, padre o madre, vecino o compañero, le puede decir que no puede o que no vale para nada. Pasa. Y mucho todavía.

Por Juan Carlos Bayona Vargas
