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Intermezzo platónico

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Juan Carlos Bayona Vargas
29 de marzo de 2025 - 06:00 p. m.
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Hubo épocas en que nos gobernaron los guerreros; en otras, los bárbaros, que despreciaban todo cuanto ignoraban; en otras, los obreros; en otras, los abogados; en otras, los soldados; en otras menos lejanas, los que se sentían ungidos por los dioses como sus representantes en el mundo de los mortales, y en otras, más actuales, los que simplemente tienen dinero en el banco. Hay de todo. Estadistas verdaderos, poetas, pícaros, farsantes, asesinos. La historia universal es una miscelánea perfecta para darnos cuenta de que no nos hemos alejado tanto como sería lo esperable de las hogueras del pasado. Al contrario: seguimos muy cerca.

Sin embargo, en la Grecia antigua, quizás nuestro principal referente y hontanar democrático, la filosofía se apreciaba más que ninguna otra profesión, si se quería aspirar a un puesto de mando, de ascendencia sobre los demás, de liderazgo social. Sócrates desnudó para siempre a los sofistas, esas personas que ostentaban un uso diestro de la palabra, pero que hacían gala de la ignorancia más terrible: la del ignorante que, siéndolo, les hace creer a los otros que sabe, y peor aún, se cree su propia ignorancia. Los sofistas, que para entonces habían derivado el trato con la palabra en una práctica fútil que se quedaba en el alarde, en la técnica de hacer preguntas que Sócrates había sofisticado, a que sus falsas certezas tambalearan. De ahí que se volviera tan incómodo, tan subversivo del sistema. No se trataba de vencer al interlocutor y ponerlo en ridículo, esa sería una mezquina actitud de espíritus egoístas. Se trataba de dar a luz un nuevo conocimiento, ahora enriquecido por la noble y difícil labor de dialogar. Sócrates, como sabemos, acaba siendo condenado al destierro o a beber la cicuta. Y la bebe en un acto de la más profunda coherencia, porque haber huido de Atenas habría significado tanto como desdecirse de toda su vida.

Es difícil imaginar una sociedad donde no se ejerza la acción educativa, es decir, donde sus dirigentes y sus mayores no realicen un esfuerzo por transmitir a las nuevas generaciones sus concepciones morales, técnicas y políticas. Y aunque cada época está en el derecho de subvertir los valores heredados que considere que hay que subvertir, ya para el siglo IV antes de nuestra Era, poco después de la muerte de su maestro Sócrates, Platón empieza a escribir sus célebres diálogos con una clara intención pedagógica que lo conduce a fundar su Academia, que no era nada distinto a un espacio abierto para escuchar, preguntar, dudar, encontrar y acordar qué es lo bueno, qué es la verdad, y cómo podemos alcanzar esos conocimientos. Después la subvertirían transformándola, pero quizás iba quedando un sustrato humano de aquello que es deseable repetir y que se iba filtrando a través del tiempo y que nos redime como especie y como civilización: el bien común.

La cosa no para ahí, por supuesto, y es más compleja que mi famélica escritura. Pero sí me atrevo a recalcar que Platón distingue con claridad el conocimiento de las cosas y los fenómenos del mundo del conocimiento de los fines que deben regir la conducta humana y su destino. El bien común, propósito último de la acción política y educativa, no se encuentra como se encuentran las respuestas a lo que pasa en la realidad. Ni se deriva de ellas. El método es el mismo, pero los conocimientos son muy diferentes. Para el primero se necesita haber gobernado las pasiones individuales y haber desmantelado el espíritu de las influencias perniciosas de las simples opiniones, que, aunque válidas, distan mucho todavía del conocimiento. Para el segundo, ensayar y ensayar contrastando y analizando los datos que la realidad ofrece.

La consecuencia más valiosa para un gobernante que se haya trabajado sus propias oscuridades y cavernas es la autoridad que sus gobernados le confieren. En cualquier ámbito. De lo contrario, no tendrá más remedio que apelar al poder de la fuerza para gobernar, dada su incapacidad ética para escuchar y su falso mesianismo de prestado que solo recibe información de las volubles apariencias. Sin autoridad moral, un gobernante no es más que un remedo patético de sí mismo. Y sin conocimiento, un reconocido, pero por fortuna, incompetente pasajero.

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Puessi(10024)31 de marzo de 2025 - 12:51 a. m.
Qué pérdida de espacio y de tiempo. ¿Y a Ud. quien le dijo que Sócrates existió?
Edgar Salamanca(40706)30 de marzo de 2025 - 04:45 p. m.
Lo comparto totalmente
DIEGO ARMANDO CRUZ CORTES(25270)30 de marzo de 2025 - 05:13 a. m.
Mucho sofista comentando está interesante columna.
Sebastián Felipe ABarlobanto(54861)30 de marzo de 2025 - 01:21 a. m.
De los desaciertos de la columna por opinar sobre lugares comunes inciertos o falsos, como el descrédito de los sofistas, me refiero a uno. Es falso que «Sócrates, como sabemos, acaba siendo condenado al destierro o a beber la cicuta» (§ 2 in fine). Ese filósofo criminal fue condenado a morir por envenenamiento con toma de cicuta, no «al destierro o a beber cicuta»; sus discípulos, entre ellos Platón, le propusieron que se fugara, lo que tenían amañado, pero el reo lo rehusó. Sebastián Felipe
Atenas (06773)29 de marzo de 2025 - 09:10 p. m.
Oíste vos, home, rector impenitente de un colegio q’ muchas cosas dices, mas también otras muchas más callas pa no aludir a tus delincuentes colegas de profesión, los grises docentes afiliados a cuánto sindicato haya en su interior- Fecode-con tal de adquirir nuevas y favorables condiciones laborales a cambio de alinear o adoctrinar a la inerme muchachada q’ inevitable termina sabiendo….nada. ¿Por qué, mejor, no pones un catastrófico ejemplo de lo q’ afirmas?:tu mesías, el sofista Petro.Atenas.
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