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Después de la pandemia universal no pude seguir siendo profesor universitario. Como todos, me vi en la necesidad de convertirme en maestro remoto, con lo cual la labor se hizo más compleja y retadora que antes. Ya para cuando regresamos al insustituible acto de presencia, seguía viviendo fuera de Bogotá y no acepté una modalidad intermedia entre lo virtual y lo físico. Estaba agotado.
La pura verdad es que la universidad siempre me interesó menos que los colegios. Consideraba, y aún lo sigo creyendo, que lo que los maestros no pusiéramos en la escuela básica primaria y en el bachillerato ya era muy difícil ponerlo en la así llamada educación superior. Se puede. Pero es más complejo y se requiere de otras habilidades que empiezan con dejar de creer que los estudiantes son seres formados y no en formación, y terminan con una cierta desmitificación de la panacea que supone el mundo universitario. De hecho, celebro que hoy las universidades vinculan un poco más a las familias de sus estudiantes y tienen departamentos enteros de bienestar universitario que atienden todo tipo de desafíos, como también mentores y consejeros académicos que orientan el trascurso vital de sus alumnos. Igual que en los colegios, pero a otras escalas. No era así.
Lo cierto es que para mi dicha me volvieron a invitar a la universidad donde fui profesor durante varios años. Amo ser maestro. Se trataba de dictar una conferencia sobre un tema específico de educación. Acepté encantado. Me dijeron que tenía dos horas y asistirían estudiantes de varios semestres porque ninguno había visto en la carrera el tema. Tenía tiempo suficiente para preparar la cosa de la mejor forma. Volví a releer mis apuntes de décadas atrás, conseguí documentos en la Biblioteca Nacional, revisé un poco lo que se conoce como “el estado del arte”, y tomé (no sé si hice bien) la decisión de que no llevaría una presentación audiovisual.
El salón, un espacio amplio, bonito y muy bien iluminado, me recibió con un par de estudiantes que, sin mucha ilusión, a juzgar por sus monosílabos, esperaban mi llegada. Con un margen de retraso todavía razonable, acabaron por llegar una veintena de muchachos, en su mayoría mujeres. Después de las presentaciones de rigor, el profesor que me había invitado me dio la palabra. Lo primero que hice fue felicitarlos por haber escogido la carrera que habían escogido, una de las pocas que no podrá reemplazar jamás la inteligencia artificial. Que les esperaba mucho sacrificio y esfuerzo, que se verían recompensados por la gratitud perenne de sus pequeños estudiantes. "Si puedes leer esto, dale gracias a tu maestra", fue un grafiti que vi hace años en un muro y que les compartí como prueba irrefutable que justificaba todo el cansancio que vendría.
La pedagogía infantil (es casi una redundancia) es una de las más hermosas maneras de sentirse útil y derrotar la desesperanza, seguía diciéndoles. En ese prólogo me demoré unos buenos minutos. Silencio. Sus caras me miraban con desconcierto. Después propuse algunos pequeños acuerdos para la sesión en lo referente a los teléfonos, y a que su participación sería bienvenida en el momento en que lo quisieran y por lo que quisieran. Como en el preescolar. Que no había un espacio final para preguntas porque casi siempre se olvidaban mientras llegaba el espacio, y que propusieran sus propios acuerdos. Sólo bastaba levantar la mano. De nuevo silencio. Puro y duro.
Las dos horas fueron un ejercicio para derrotar la abulia y el desinterés. No lograba conectarlos, interesarlos. Nadie tomaba notas, y a nadie parecía que mi presencia le importara, y muy pocos hacían contacto visual conmigo. No me amilané. Les leía algunas citas que llevaba organizadas, utilizaba los tableros móviles con frecuencia, les preguntaba cosas sencillas, opiniones que podrían tener, les planteaba relaciones, pero nada. Silencio y más silencio.
Después de varias miradas en vano, no tuve más remedio que decirle a una muchacha que no había levantado en cuarenta minutos sus ojos de la pantalla del celular, que se acordara de los acuerdos iniciales que habíamos hecho entre todos y que por favor lo guardara o se saliera y acabara con lo que estaba haciendo y volviera si es que esa era su decisión. Se lo dije lo más benévolamente posible, pero con tonito. Algo pasó entonces. Lo pude sentir en la atmosfera. Hubo un antes y un después y lo aproveché lo que más pude. Me di cuenta, además, que estaba desinteresándome casi tanto como ellos y entonces me propuse buscar un segundo aire para no sucumbir, gracias al teléfono de la joven. Me volví a mover por todo el salón, pero ahora de otras maneras, modulaba aún más mi voz, creaba nuevas pausas al límite con el silencio total, volví a leer las citas, pero ironizando, regresé a los tableros y subrayé lo que ya estaba escrito como si no lo estuviera, me presenté otra vez, en una palabra: empecé de nuevo.
La cosa más o menos funcionó, y pude percibir que algo podría estar pasando en algunos, que era invisible para mí, una especie de pequeño oleaje de mis palabras les podría estar llegando a las playas privadas de su mutismo. De repente sucedió el milagro: una mano en el aire. La pregunta, la primera y una de las pocas en las dos horas, me devolvió la ilusión que estaba a punto de perder.
Cuando terminé, un famélico aplauso me entregaron, mismo que agradecí con sinceridad. Mientras ordenaba mis papeles, se me acercó una chica y me dijo que si le regalaba cinco minutos. Me confesó casi con vergüenza que estuvo interesada de principio a fin en la charla, sobre todo en el segundo comienzo que le aclaró muchas dudas. Luego me pidió bibliografía, me dio sus opiniones sobre muchas de las cosas que había dicho. Me atreví a preguntarle por qué no había intervenido, pues con seguridad la clase se habría enriquecido. No sé, me respondió. Caminamos un rato y cuando nos despedimos la animé para que no tuviera miedo a intervenir. Que confiara en ella. Es que tengo una beca, me dijo, y no quiero que la gente lo sepa, aunque creo que ya lo saben.
Así es este oficio: un misterio que asoma.
