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La política y la escuela

Juan Carlos Bayona Vargas

09 de agosto de 2025 - 10:18 a. m.

La política siempre está presente, siempre importa, siempre aparece, nos rodea como una atmósfera permanente. Formarse políticamente es aprender a coexistir con los otros y consigo mismo. Aprender a estar con otros seres es lo más importante de mi propio ser humano. La confusión empieza cuando asociamos la política con lo político, y definitivamente no son lo mismo. Weber y Aristóteles lo explicaban desde un inicio, queriendo decir que el quehacer político ligado al sistema de gobierno es una expresión de la política, pero no es la única. La escuela es, desde su concepción, una institución política, es decir, un espacio para aprender a vivir en sociedad.

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Formar políticamente a los jóvenes no significa prepararlos para que asuman liderazgos políticos o para que se inscriban a partidos políticos. Algunos podrían tomar ese camino. Y resulta interesante ver cómo en muchos jóvenes del mundo escolar, la formación política va derivando en el ejercicio de lo político. Y en ese empeño, entrarían en juego un cúmulo de habilidades, circunstancias y decisiones individuales particularmente necesarias para esa política.

Aprender a vivir pasa, fundamentalmente, por aprender a convivir. De ahí la importancia de la formación política de los jóvenes. Sin embargo, se desvirtuaría por completo la escuela si a esa esencia política de su naturaleza la reemplaza el ánimo proselitista de las doctrinas partidistas. La escuela debe enseñar que el propósito político se puede asumir desde la habitación en donde vivo, desde la acera que camino, desde el autobús en el que viajo, desde la fila que hago, desde el concierto al que asisto, desde los impuestos que deberé pagar, y en general desde las múltiples relaciones que establezco todos los días con mis semejantes, bien sean duraderas o bien sean efímeras.

Otra cosa muy distinta es la toma de una postura política libre, que muchos jóvenes en la escuela toman, y que en ningún caso debe ser inducida o dirigida por la propia escuela. Ahí la cosa se vuelve aún más interesante; no importa si esas posturas son motivadas por emociones transitorias o sueños instintivos. Con todo eso hay que lidiar, porque se agitan las ideas y se estimula el ambiente. Recuerdo profesores de mi adolescencia escolar de quienes todos sabíamos su postura política. Sin embargo, aunque en ocasiones la frontera era difusa, nunca nos promovieron, y mucho menos en sus clases, que su personal postura fuera la nuestra. Años después, lo sigo agradeciendo, porque eso hubiese significado tanto como dirigir el pensamiento, de algún modo, limitarlo.

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Es por todo lo anterior que creo en el ágora política que también es una escuela, en donde con foros, invitados, seminarios, ejercicios diversos donde entren en juego las controversias, se aprenda a escuchar a los que piensan de otra manera, a los que guardan silencio, a los que dudan de todo y a los que no saben qué pensar, a que existe un Estado de derecho que nos rige a todos y que vale la pena conocer y aprender a respetar, donde aprendamos a disentir guiados por propósitos superiores.

Y esa no es función solo de los profesores del área de las ciencias sociales, como suele creerse. Es la función de la escuela en su conjunto. La juventud escolar es el momento ideal para aprenderlo como un ejercicio vivo antes que como una cátedra, porque justamente como sabemos que la juventud no es una categoría homogénea, se hace indispensable formarla políticamente. Lo que suele pasar es que la escuela no le reconoce su compleja heterogeneidad, y muchas veces acaba agazapándola en una ilusión homogeneizante, que lo único que hace es radicalizar las posturas. Para la muestra de ese fracaso, los tiempos que corren.

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