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Cuando fui subsecretario de Educación de Bogotá, estuvimos a punto de llegar a un acuerdo con la ADE (Asociación de Educadores del Distrito), para encontrar una salida creativa a los paros de maestros que, con inusitada frecuencia, se convocaban para exigir sus derechos. No lo logramos. Traigo a cuento ese fracaso, porque años después, la historia se repite. Las relaciones actuales de la Secretaría de Educación con el sindicato se vuelven a tensar gracias al mismo desacuerdo, a las inveteradas convocatorias.
Ahora, como antes, no se pone en tela de juicio el derecho a la protesta, ni mucho menos se desconocen las precarias condiciones que los maestros tienen en materia de la prestación de servicios de salud, por ejemplo. Nada de eso nos movía para estar en desacuerdo y podría asegurar que tampoco mueve a la actual secretaria de Educación del Distrito, que, además, ha avanzado considerablemente en resolver esa causa específica de las movilizaciones.
Aunque hay problemas complejos como la persistencia de la doble jornada, la densidad estudiantil, la infraestructura, la apuesta en la austeridad del gasto que el Gobierno Distrital ha emprendido y los líderes sindicales incesantemente han manifestado, es muy difícil negar los avances del sector público en educación en materia de remuneración laboral, garantías contractuales y autonomía curricular.
Claramente, cada vez que hay una convocatoria de oferta laboral pública, miles de maestros del sector privado se apuntan a ella, porque ven mejorar sustancialmente sus condiciones laborales. Eso, de manera general, es así. Lo triste es que muchos quieren migrar al sector público bajo el supuesto de que se gana más y se trabaja menos y es casi menos que imposible que lo despidan. Doloroso e injusto, pero así es. Al menos en el imaginario colectivo. Es probable que las nuevas contrataciones del sector estén menos interesadas en las permanentes manifestaciones, lo cual no deja de ser problemático para las luchas institucionales, pero sí puede ser interesante para una reflexión integral sobre las marchas.
Hay que volver a decir entonces lo que verdaderamente preocupa y que no se hace visible lo suficiente: los miles y miles de estudiantes que simplemente se quedan sin asistir a la escuela y que el año pasado perdieron en Bogotá 12 días de jornadas escolares por los paros y en lo que va corrido de este año ya han perdido tres días. Hay estimaciones que aseguran que el porcentaje de pérdida del tiempo escolar a nivel nacional puede llegar al 35 % del año lectivo. Un desastre.
De los 40 mil maestros que tiene Bogotá, muchos preferirían quedarse en su trabajo y puedo dar fe que una automática solidaridad de cuerpo no siempre se los permite. Pueden ser interpretados como desleales con el movimiento y no como leales a su propia conciencia. Eso para no mencionar el hecho que cuando el paro se convoca en apoyo al Gobierno o contra el Gobierno (el que sea), miles de maestros podrían estar a favor o en contra de la convocatoria y actuar en consecuencia. Lo cierto es que no les es tan fácil.
Soy consciente de que las protestas de acera tienen un efecto muy distinto a las que se toman las calles. Eso no hace falta demostrarlo. Y que las protestas se hacen en la calle. ¿Pero por qué no encontrar fórmulas que respeten el tiempo sagrado de la escuela y la manifestación popular? Se puede. Es cosa de encontrar jornadas suplementarias que, gradualmente y con horarios específicos, vayan recuperando el tiempo que era para los estudiantes, habilitar los servicios básicos escolares con maestros que permitan que sus colegas vayan a la protesta, pero que eviten el cierre de la escuela, sobre todo para los más pequeños. Cerrar una escuela por un día significa alterar radicalmente las dinámicas familiares y los ritmos de los aprendizajes. Eso enaltecería la postura sindical, y les ayudaría a recuperar su credibilidad y razón de ser. Todo un deber ético y laboral. No creo que sea necesariamente lo uno o lo otro. Nos hemos pasado toda la vida en ese dilema. La conjunción Y da más réditos que la disyunción O. Muchos más. Pero no lo entendemos. O no lo quieren los sindicatos entender.
Juan Carlos Bayona Vargas.

Por Juan Carlos Bayona Vargas
