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Desde el período Neolítico hasta mediados del siglo XVIII, la historia de la humanidad no vio una transformación tan contundente de su destino, como cuando poco a poco se fue instalando el capitalismo industrial en occidente. Todo cambió en unas cuantas décadas. La sociedad y sus conformaciones, la producción agrícola, las relaciones de poder, el tratamiento de los metales, nuestra relación de seres humanos con la naturaleza, los medios de transporte, decrecieron considerablemente las tasas de mortalidad por la invención de las vacunas, se modificaron para siempre las relaciones laborales, y en especial el papel del estado como ente regulador de la colosal transformación, se repensó. Unos países antes y otros más tarde, todos fueron incorporando los nuevos métodos de producción a sus economías y a su diario vivir.
Y no tardaron en llegar las sombras de las luces, las contradicciones del sistema, las brechas entre patronos y trabajadores, las asociaciones gremiales y políticas surgieron de la misma entraña de la industrial revolución. Y se crearon conflictos nuevos para situaciones nuevas. Aunque no en todos los casos. Muchos de esos conflictos eran antiguos, sólo que ahora se hicieron visibles gracias a las nuevas formas de producción y de empleo. Marx, hay que decirlo, fue el primero que sospechó radicalmente del nuevo orden. Por una razón simple. No todo el mundo estaba invitado a sus beneficios. Los Manuscritos de 1844 rescatan para la clase trabajadora, la dignidad y el decoro que amenazaba con perderse. En mi época de estudiante universitario, estudiamos a Marx como filósofo antes que como economista. Su discurso sobre la alienación era una forma de decir que nos estábamos volviendo extraños de nosotros mismos. Que nos habíamos empezado a extraviar.
Desde una perspectiva histórica, dos siglos después, las cosas no han cambiado sustancialmente. Al menos en nuestro país, todavía seguimos discutiendo si las horas extras empiezan a las seis de la tarde o a las diez de la noche. Si el trabajo es una ocasión para dignificarnos como especie o una mecánica y burda manera de vender lo más preciado que tenemos los humanos: el tiempo. Y con el tiempo se crearon las agremiaciones sindicales prohibidas tajantemente durante años. En Colombia, su origen se remonta a mediados del siglo XIX gracias a la Sociedad de Artesanos de Bogotá que presionaba al gobierno para subir los aranceles a los productos importados y de esa manera poder competir en igualdad de condiciones con los propios. Como se sabe, la cosa acabó mal y devino en una guerra civil.
Yo sé que la historia del sindicalismo está también llena de luces y de sombras. Y no se me escapa que en nuestro país muchos de ellos acabaron defendiendo sólo los intereses de su propia clase, y se llevaron por delante las empresas que los hicieron nacer. Pero aún así ¿Hay alguien que crea todavía que sin el derecho de asociación consagrado legalmente hace décadas, los trabajadores hubieran alcanzado los derechos que hoy tienen?
Para el caso de la educación, Fecode ha representado los intereses de más de 350 mil maestros, y se constituye como uno de los sindicatos más grandes de la región. Y tal vez sin ellos, y el movimiento pedagógico de los años ochenta, los maestros y todo el sector no estarían en el puesto que tienen hoy en la agenda nacional, y la educación no contaría como nunca antes en nuestra historia con los recursos económicos con los que hoy cuenta, ni tendrían los derechos que hoy tienen. Que no se le olvide a nadie que la educación antes no contaba como cuenta hoy, como importa hoy, como se necesita hoy.
Sorprende, y mucho eso sí, que en los tradicionales anuncios de prensa de una página que de cuando en cuando publica Fecode, en los que hacen todo tipo de declaraciones como si estuviéramos todavía en el siglo XIX, no haya una sola línea que invite a su propia autoevaluación, a un análisis serio de su trascurso, de sus yerros, de su ensimismamiento. Ni una sola línea sobre la evaluación de sus maestros, ni una sola línea sobre procesos verificables de seguimiento y acompañamiento a los maestros. Nada. Ni una sola línea que indique que son capaces de mirarse hacia adentro. Y uno tiene razones para pensar que siguen arrellanados en el cómodo sillón de la burocracia, mientras la sociedad, en su conjunto, y como corresponde, les paga mejor y les reconoce más su esfuerzo y su cansancio.
Es preocupante que muchos maestros migren al sector oficial gracias a los concursos que la Comisión Nacional de Servicio Civil convoca, para buscar, legítimamente, una mayor y casi inamovible estabilidad. El problema no es que migren. El problema es que muchos de ellos sucumben a una cierta abulia que flota en el sector oficial. No en todo, por supuesto. Por eso, si el sindicalismo que los agrupa lograra mirarse a sí mismo con sinceridad y espíritu crítico, no sólo se enaltecerían como genuino movimiento y organización, sino que el país se movería hacia adelante.
