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Como la gran mayoría de los condiscípulos de mi generación, provengo de una familia con hondas raíces religiosas. No tanto como las de mis abuelos, que se hundían hasta el antiguo testamento, pero casi. Para entonces era difícil encontrar un disenso y mucho menos un descreído así fuera por despiste, y menos aún por decisión propia. El papel que tuvo y aún tiene la iglesia católica en la educación fue definitivo en la formación del carácter de generaciones enteras de colombianos. Desde 1887, año en que el estado firma el Concordato con la Santa Sede, la educación en Colombia, mayoritariamente, estuvo dirigida, orientada y regida por los preceptos de la religión católica, y su alud cubrió por más de un siglo, para bien o para mal, el ejercicio docente y todos sus conjuntos. Sólo a partir de 1991, con la nueva Constitución, Colombia deja de ser el país del Sagrado Corazón, al menos formalmente.
Aunque mis hermanos y yo conservamos, con ciertos altibajos, el sentimiento religioso, nuestros hijos y los hijos de nuestros amigos ya no lo tienen tanto, e incluso a varios de ellos los acompaña un cierto descreimiento o, al menos, una íntima indiferencia con los asuntos del Ser Superior. Si bien son respetuosos de los distintos credos –no puede ser de otra manera–, tienden más a una postura laica ante la vida que a otra cosa. Lo cierto es que en los jóvenes actuales suele campear una apatía para plantearse con algún rigor la trascendencia de lo humano, entendida esta, en el delta del acto definitivo de la muerte que espera, no como el punto final absoluto a la aventura de la vida y el regreso a la nada pura, sino como un tránsito hacia la promesa anhelada. No en todos, por supuesto. Al parecer muchos jóvenes han migrado a formas diversas de la religiosidad que se aparta de las viejas jerarquías eclesiásticas y los sempiternos dogmas.
En todo caso, siente uno que a medida que el mundo avanza y la sociedad se seculariza cada vez más, a los jóvenes les importa cada vez menos el sentimiento religioso. Al menos en un sentido tradicional. No creo que sea reprochable. No sólo es propio de su momento vital, sino que han crecido en medio de los escándalos por pederastia de las iglesias, el compulsivo pragmatismo del consumo de masas y la casi siempre insulsa y adocenada influencia de cientos de youtubers y la internet que contribuyen al aburrimiento colectivo y a la frivolidad reinante.
Por supuesto que la profusión agobiante de la información de las redes tiene cosas valiosas. Aunque carezco de casi todas, de vez en cuando escucho cosas muy interesantes. Sin embargo, las redes han democratizado la opinión hasta tal punto que es inevitable su exceso tanto como la confusión y el abatimiento que crean. Alguien empieza a pontificar sobre los beneficios del café o del tomate de árbol o la mejor postura para dormir o cómo preparar un batido mágico para limpiar las venas, o cuál es la mejor manera de llevarse con los vecinos o de educar a las mascotas y a los hijos; y casi simultáneamente otros dicen todo lo contrario con la misma deleznable sabiduría que les provee un buen productor de videos. Pasamos las páginas de las redes con la ilusión de encontrar algo que no sabemos qué es y las dejamos de pasar porque no lo encontramos. Y así día tras día.
El clásico dualismo entre alma y cuerpo que la filosofía debatió durante milenios tiene hoy un sinnúmero de ramificaciones más retóricas que otra cosa. Con leer un par de frases de Séneca, la gente cree entender el estoicismo, o con citar a un profesor de Harvard ya creemos saber lo que no sabíamos, o empezamos a creer que la felicidad está en una sentencia del zodiaco o en un auto eléctrico o, peor aún, en un buen sueldo. Como hay tan poco esfuerzo y tan poco rigor, el cansancio es inevitable. Puede que Dios, en los tiempos que corren, ya no tenga la importancia de hace décadas o que, incluso, como se anunciaba en el siglo XIX, haya muerto y entonces ya no haya amparo para nuestra pobre humanidad agobiada y doliente. Pero lo que hay en su reemplazo da pena.
