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Decroly

Juan Carlos Bayona Vargas

15 de agosto de 2025 - 04:52 p. m.

En agosto de 1925, justo hace un siglo, Ovidio Decroly, el célebre médico, físico y pedagogo belga, visitó Colombia invitado por el Gimnasio Moderno de Bogotá y su amigo Agustín Nieto Caballero. El viaje le tomó 36 días, lo cual habla a las claras del valor de su carácter.

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Estuvo tres meses alojado en el propio colegio y dictó varias conferencias que sólo serían publicadas en 1932, gracias a la llegada del primer gobierno liberal del siglo XX. De hecho, la visita produjo varios sobresaltos en la curia de la época, que miraba con recelo a un señor que hablaba desde las recientes ciencias experimentales, y que podría representar una amenaza al modelo del buen cristiano tan acendrado en nuestra sociedad de entonces. Lo cierto es que, más que centrar la pedagogía en la figura del niño y poner a girar toda la escuela a su alrededor, lo que en el fondo hizo Decroly fue resignificar la categoría desde donde lo entendíamos: la infancia.

La necesidad de un conocimiento profundo del objeto de la educación era imperiosa. El niño, concebido como un ser pasivo, era, fundamentalmente, adoctrinado. Obligado a obedecer, Decroly señala cómo la naturaleza del niño está emparentada con la propia naturaleza: ambas evolucionan sin césar y no pueden comprenderse cabalmente a través de métodos estacionarios o fijos. Hay que seguir su desenvolvimiento a través de la curva que él mismo traza. Al igual que el geólogo, Decroly nos recuerda, que, para encontrar los tesoros del niño, el maestro debe indagar primero y conocer los estratos y los pliegues de la conformación interna de los niños para no actuar atolondradamente.

La labor del maestro es la de armonizar fuerzas que pueden resultar antagónicas como las del miedo y la herencia, y su misión es tratar de conducirlas a fines más elevados, más colectivos. Decroly no vacila: la educación es un proceso permanente de adaptación que orienta el maestro, y la instrucción es una auxiliar de esos principios superiores. La primera engloba el aspecto afectivo y social del niño, la segunda se refiere a su formación intelectual. La una guía a la otra. Sus límites son en extremo sutiles y, sirviéndose mutuamente, no son lo mismo. En pedagogía, nos dice, es casi imposible hablar de educación como una noción absoluta al margen de la instrucción intelectual. Pero esta sin aquella quedaría huérfana de propósitos superiores, sin integrar las potencias creadoras del intelecto con los principios morales. Un sol de invierno apenas.

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Con la llegada de Decroly aparecen conceptos claves para el desenvolvimiento del ser de los niños. El de actividad, por ejemplo, algo que nos parece elemental en nuestro tiempo, hace cien años era perfectamente revolucionario. Para vivir todo organismo debe encontrar el medio adecuado para su desarrollo. La escuela es el medio del niño y esta debe adaptarse a las necesidades psíquicas y biológicas de sus invitados. No ellos a ella. Los Centros de Interés (permanentes y temporales) es la metodología en donde quizás se encarna mejor su pensamiento, porque gracias a ellos los niños se levantaron de sus pupitres y se vincularon con la naturaleza y su oferta maravillosa de fenómenos y misterios.

Esa concepción nueva de la infancia, que desplazaba los mecánicos, soporíferos y lorísticos ejercicios de memoria, dieron paso a procesos sistemáticos de observación, exploración del entorno, asociaciones espacio temporales y pequeños diarios de campo que daban cuenta de una escuela activa y paidocéntrica, cosa que en las cuatro paredes de un salón eran imposibles de lograr. La observación, insiste Decroly, debe ser continua y en lo posible en un medio natural.

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En su conferencia exaltó la diversidad climática, geográfica y humana de Colombia, como un medio privilegiado y pródigo de contrastes que permiten una labor pedagógica extraordinaria. No se trata de llevar un día una gallina al salón, nos recuerda. Se trata de llevar al niño al gallinero para que vea en vivo y en directo cómo incuban sus huevos, cómo salen del cascarón los polluelos, cómo viven, y los puedan volver a visitar para seguir su desarrollo. De esa manera el niño se ve en la necesidad de ampliar su vocabulario, de establecer relaciones, medidas (aunque aún no conozca el sistema métrico), pero sobre todo de esa manera se va vinculando a un gradual e interesantísimo englobamiento de los aprendizajes.

No diré que un siglo después los métodos de Decroly siguen enteramente vigentes. Quizás su visita era la manera de constatar que su espíritu había echado raíces del otro lado del océano. Tal vez evocar su visita de hace un siglo nos sirve para recordar cuántos niños aún siguen sentados en sus pupitres y, además, en silencio.

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