Aunque no han perdido su influjo y su importancia relativa, (porque también los tienen), los escalafones de los colegios hoy ya no tienen la jerarquía que ostentaron hace unos años. Las familias se fijan más en otras cosas, como por ejemplo cómo se sentirán sus hijos en ese colegio, cómo los tratarán, de qué manera los irán vinculando al mundo del conocimiento y los saberes, a la experiencia con sus semejantes, cómo les dirán que el mundo es muy grande, pero uno solo.
Yo lo celebro. Y creo que está bien que sea así. Colegios que conseguían los primeros lugares hoy tienen puestos menos vistosos y eso no significa que dejen de ser planteles de calidad. Y al revés. No creo que exista una relación causal entre un colegio top y un buen colegio. Puede ser. Puede darse sin duda. Pero no es causal.
Hay tantas cosas en la vida incesante de un colegio que no son valoradas por los criterios para establecer los discutibles rankings, o que no aceptan ser encasilladas en los criterios que los conforman. Conozco colegios que ocupan puestos discretos en los escalafones y, sin embargo, son muy buenos colegios. Hacen la tarea, pero ponen sus énfasis en otras partes. Y conozco colegios que sobreentrenan a sus estudiantes para la presentación de las pruebas.
Las asignaturas de arte, cine, teatro, danza, música, educación física, o las salidas pedagógicas, o las excursiones escolares, para poner sólo algunos ejemplos, son, gracias a su propia naturaleza, difíciles de medir en los términos del vetusto y mayoritario sistema de selección múltiple. No cabalmente al menos. Y sería descabellado decir que no tienen un papel esencial en la formación de un ser humano.
Olvidamos los educadores que, para sobrevivir, los jóvenes son expertos en escindir la corriente en la que nadan. Les hacen caso a las reglas de juego del colegio (a veces no tienen más remedio), pero como un pacto temporal, como una concesión mientras pasa el tiempo y se hacen mayores, y mientras eso ocurre, el verdadero río de sus vidas corre agazapado entre los deberes escolares por otro cauce, que es el de sus intereses en ciernes y el de sus motivaciones más íntimas. Que los dos cauces a veces coincidan también es cierto. Pero no tanto como se cree o como aspiramos a que suceda.
Con esto no estoy diciendo que hay que dejar a nuestros estudiantes al vaivén de sus propias olas y renunciar a orientarlos, a ponerles límites y a establecer acuerdos, en lo posible siempre dialógicamente. No digo eso. Digo que los jóvenes y los niños y las niñas tienen vidas propias y están en una época de su existencia que hay que proteger y respetar. Hay algo sagrado en la infancia y en la adolescencia que hay que preservar en contra de la presión por producir (ese es el verbo, no hay otro), buenos resultados. No son adultos chiquitos, ni ángeles, ni demonios, ni lienzos en blanco. Son, simplemente, interlocutores válidos de sus propios procesos de formación.
Me abruma que buenos colegas y amigos exhorten casi a diario a sus discípulos para que sean autónomos, creativos, innovadores, emprendedores, buenos lectores, responsables socialmente, para que salven el planeta del desastre y rediman las diferencias sociales que nos avergüenzan, entre otras muchas cosas que les endilgamos permanentemente, y todo eso lo hacemos sin reparar suficientemente en sus etapas psicológica y biológica. Pero más que eso me abruma por una sencilla razón: ¿lo somos nosotros, acaso lo fuimos?