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Medio siglo después

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Juan Carlos Bayona Vargas
12 de diciembre de 2025 - 06:00 p. m.
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Hace 50 años moría en Madrid Francisco Franco Bahamonte, el dictador que gobernó con mano de hierro a España por la Gracia de Dios, durante cuatro décadas. Lo de la Gracia de Dios estaba grabado en las monedas de cinco pesetas. Ferrol, su pueblo natal, en la lluviosa y hermosa Galicia, había pasado a llamarse Ferrol del Caudillo, como en su momento lo hizo el dictador Trujillo con Santo Domingo. Así son los dictadores. Cambian los nombres de las cosas para eternizarse hasta cuando la historia las vuelve a poner en su lugar. Y la memoria.

Murió en una cama de hospital y con ello dio paso a la transición española hacia la democracia y la promulgación de la constitución de 1978. Leo hace poco en la prensa que el 23 % de los jóvenes españoles creen que su país estaba mejor cuando lo gobernada Franco que ahora que lo gobiernan los socialistas. Por supuesto que ninguno de los que lo afirman vivió la dictadura. Sus padres, lo dudo. Sus abuelos, sin duda. Simplemente lo dicen, y en su derecho están, no solo de pensarlo, sino de decirlo y de publicarlo. Quizás no reparen en el hecho que, bajo la dictadura franquista, era inimaginable disentir como ahora lo hacen del actual gobierno y del estado de cosas. Y lo hacen de frente. Con una argumentación muy pobre, pero, al fin y al cabo, nada ni nadie se los impide. Pudiéramos decir que ese ejercicio libre de la libre expresión es lo que constituye el comienzo de lo que hoy conocemos como la formación ciudadana.

La cosa es interesante desde muchos puntos de vista. Y triste. El educativo, por ejemplo. Que un individuo o un grupo social esté en desacuerdo con una determinada acción del Estado bajo el cual vive, no le da derecho a hacer cualquier cosa. Ninguna constitución puede legitimar el derecho al desacuerdo porque sí. Lo que debe garantizar es el derecho a debatir ese desacuerdo, y a conformar organizaciones políticas que propongan subvertir y transformar los desacuerdos.

Debatir, en su sentido más sofisticado, no significa aprovecharse de los errores del otro o de su inexperiencia para explicar sus razones, sino justamente todo lo contrario: ver cuáles son los argumentos válidos que el otro me puede aportar en la construcción de mi propia argumentación y, por tanto, en el enriquecimiento de la misma. Constaté hace poco, en el Congreso de los Diputados, que el debate ha caído en una exageración parlamentaria que reconoce muy poco o casi nada a la contraparte, que es, justamente, la que me garantiza mi derecho al debate tanto como yo a ella. Y ahora lo vuelvo a constatar en mi propio país. Todos van, como diría alguien, de derrota en derrota hasta la victoria final.

El antídoto está en la escuela. Allí se aprende, durante años, si asisto a una escuela que esté llena de palabras y sea diestra en el arte de escuchar, a sumar individuos, para que entonces florezcan los acuerdos. Los acuerdos que nos reivindican como especie y como individuos. La educación es el campo privilegiado de las intersubjetividades. En ella aprendemos a reconocer en los otros su valía, y los otros aprenden a reconocer la nuestra. Es gracias a la construcción del arduo y minucioso tejido de la comunicación humana, donde podemos acariciar proyectos comunes. Para ello es tan importante ceder como insistir en las propias ideas. Diría que las dos cosas por igual. Una escuela entendida como un gran laboratorio de los debates.

La escuela, que hoy debe propiciar el ejercicio de la discusión de las ideas y la capacidad de aprender a escuchar las ajenas, era, durante el franquismo, una purga incesante de aquellos profesores que se oponían al régimen. Por instrucciones del entonces ministro de Educación Ibañez Martín, un retrato de Franco y un crucifijo presidían todas las aulas, y las ideas del nacional catolicismo y de la Falange dominaban por completo un ambiente que, como la escuela, debía estimular el libre examen de las cosas y las ideas, como pábulo del desarrollo intelectual de sus estudiantes.

Con solo un rápido vistazo a la educación durante el franquismo podemos constatar que allí solo había silencio. Silencio y miedo. Silencio y dolor. Sin una ética discursiva es difícil hablar de pedagogía y más aún de comunidades humanas en posesión de sus destinos, que es para lo que nos educamos. El caudillo había resuelto por todos lo que significaba estar vivos. De una vez y para siempre. No había otra palabra. Hasta cuando se murió. Entonces la sociedad española tuvo que inventarse un nuevo sentido de la vida en comunidad. Con muchos errores, con muchas vacilaciones, porque la democracia es eso también: vacilar y errar.

Tal vez estos muchachos que añoran tanto los tiempos cuando no se podía hablar en voz alta, ni pensar en voz alta, ni mucho menos publicarlo, echarán en falta ese sagrado derecho justo cuando se los amordacen. Como entonces.

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Mirón(64126)Hace 4 minutos
El segundo apellido de Franco era Bahamonde, no Bahamonte (sic).
Mirón(64126)Hace 4 minutos
El segundo apellido de Franco era Bahamonde, no Bahamonte (sic).
Mario Giraldo(196)Hace 12 minutos
Muy importante reflexión. en un estado de derecho es fácil olvidar la sangre y lagrimas que toma obtener esos derechos, y no reflexionar en lo mucho que se pierde cuando ya no se tienen.
elsy marquez(cww3c)Hace 33 minutos
Síi ,muy buena columna..
Mar(60274)Hace 3 horas
¡Excelente columna!
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