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La oración es, en esencia, un acto individual, íntimo. Respeto profundamente a las personas que tienen la costumbre de hacerlo. A mí, en contadas ocasiones, me visita la necesidad. Ya quisiera ser dueño de una mayor fe.
Lo cierto es que, con ocasión del doloroso atentado a Miguel Uribe Turbay, la oración se ha vuelto un asunto colectivo. Y es válido. Incluso es hermoso. Personas que no se conocen y se unen en oración por un noble motivo. No importan sus convicciones políticas. Se unen. Se duelen. Hasta yo, que no soy el más fervoroso, me sentí tocado y en un pequeño instante me uní a la espiritual convocatoria.
Ojalá ese ejercicio común de unir espiritualidades no se preste para la arenga banderiza. Lo desvirtuaría por completo. Orar es una conversación silenciosa con uno y sus misterios divinos. No una tribuna.
Me pregunto, sin embargo, si las buenas personas que se unieron en oración, en otros casos de atentados execrables como éste, también lo han hecho o han sentido esa genuina necesidad. A lo mejor sí. A lo mejor en su intimidad han orado por la salud de las muchas víctimas que casi a diario caen en nuestro país, o por el destino de sus almas en la eternidad. La verdadera oración, de acuerdo con el Divino Maestro, es orar como un acto ecuménico, es decir, incluyente.
El senador Uribe Turbay nos ha convocado a todos sin proponérselo. Es muy doloroso, pero así es. Y para eso sirve ser más conocido. Para que nos duelan todos, empezando en este caso por él mismo, pero siguiendo un instante después, por todos los demás, por los anónimos, por aquellos que apenas los conocían en la calle de su barrio, o en su vereda y han sufrido también la locura de esta violencia que sólo con la muerte del otro encuentra sosiego. Incluso hay que preguntarse por qué un niño de 14 años, hijo de la marginalidad y el deterioro social, toma la decisión criminal de disparar. Y también orar por él.
También dolerse por él. Por eso Dios quiera que el senador se salve y vuelva a la vida porque estoy seguro de que lo perdonaría.
