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Las ciudades son los afectos. Los afectos son las personas que habitan con nosotros los lugares. O que los habitaron. No importa qué tan estéticos sean o hayan sido. La memoria romantiza lo suficiente para mitigar el aterrizaje. Volver a la tierra, a la tierrita como decimos en Colombia, es, ya se sabe, un acto de fe. Pero también un ejercicio de esperanza y de nostalgia deliberados.
He ido y he vuelto muchas veces y siempre me pasa lo mismo: la dicha del regreso es solo comparable al desasosiego que suscita la realidad nacional que, no por conocido, deja de ser menos triste. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, cantábamos cuando teníamos veinte años y lo seguiremos cantando. Menos mal.
Me pregunto qué será de los lugares del Viejo Mundo que amé cuando las personas que fueron sus anfitriones y los llenaron de sentido se empiecen a marchar. Y ya han empezado a hacerlo. Creo que entonces se desvanecerán en mis recuerdos. Los lugares, por supuesto. Nunca, por ejemplo, regresé a Londres, porque mi amigo de la infancia ya no vivía allí y había dado con sus huesos al cabo de los años, otra vez en su Caribe natal. Entonces la ciudad de la niebla y la lenta cerveza y los museos gratis había dejado de tener sentido para mí, y, en cambio, la mansa y dulce Santa Marta volvió a cobrar insospechada vida. Y así. Nunca amé tanto Extremadura como ahora, que mi amigo Jesús tiene una casa con gatos y caballetes y olivares a la vera del Tiétar, un río tierno que discurre sin ninguna prisa.
Fuera, largo de aquí, dijo un pájaro; los seres humanos no aguantan demasiada existencia. Escribía T.S. Eliot en Cuatro Cuartetos. Y llevaba razón. Lo mejor será dejarle el pasado y el futuro y el tortuoso si condicional a la paz de las cosas, y quedarnos con el terco presente inevitable. Además, al declive insalvable de los cuerpos, se suma que los propios lugares empiezan a ser otros o han desaparecido. No hay que dramatizar tampoco. Para conjurar la nostalgia de la ida y el regreso, lo mejor sea viajar con la clara conciencia de que habrás de volver siempre a los rostros amados, porque solo en ellos se conservan intactos los lugares donde la belleza del mundo y de su dicha fueron posible. Y acaso su infortunio.
