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Un bel morir

Juan Carlos Bayona Vargas

26 de julio de 2025 - 01:24 p. m.

Que, como dice el poeta, la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. Los jóvenes vienen literalmente a comerse el mundo, y les tiene sin cuidado siquiera imaginar, que algún día se harán mayores y llegarán a viejos. Hacen bien. Lo cierto es con el paso de los años la verdad asoma, y el envejecimiento se encarga de cumplir la sentencia inevitable de que nacer es empezar a morir. Sin querer aguar la fiesta a los adolescentes, sería muy interesante descubrir qué clase de educación, cuando eran niños y jóvenes, recibieron las personas mayores, porque de ella podrían depender también los últimos capítulos de sus personales historias. Y hablar de ello en las escuelas. Como algo natural, no como una desdicha o una tiniebla que acecha.

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No parece un ejercicio de menor importancia. Al fin y al cabo, como afirmaba Carl Jung, el ser humano es el único animal que puede vivir toda una vida sin haber llegado a nacer. Nada más cierto. Lo humano es sobre todo una construcción que dura toda la vida. Un cachorro humano, a diferencia de otros seres vivos, se demora más de un año para aprender a caminar y más de dos para decir sus primeras palabras. Un ternero es lo que es cuando nace. O un gato o un perro. Se desapegan increíblemente rápido de su madre y echar a andar, aunque sea a tumbos, a los pocos días. En nuestro caso, llegar a ser lo que somos es un larguísimo camino que dura hasta cuando respiremos.

Para nuestro caso se puede estudiar, tener éxito, crear empresas, viajar, levantar una familia, sin haber nacido a nosotros mismos. En ese caso, la vejez podría resultar muy amarga. O, por el contrario, puede ser una época para celebrar la vida vivida, el amor sentido, la pasión por lo que nos empañamos, el bien que prodigamos, quizá reparar el daño que causamos, tal vez a mitad de camino entre el escepticismo y la esperanza. Cada quien como pueda, pero sin duda, como lo hayan educado.

La vejez, en ese sentido, puede ser una etapa muy distinta de preparación para el inevitable final. Percibo, ahora un poco más, que las personas mayores se quedan si un rol definido y van siendo aisladas cada uno a su propia suerte. No hay tiempo para ellos y escasea la paciencia. Es triste. No exagero. En Australia, por ejemplo, es más o menos frecuente que los nietos vayan a acompañar por unas horas a sus abuelos a cambio de unos dólares, pues se considera en muchas familias un oficio que debe ser remunerado. Cada cultura verá cómo entiende una sorpresa demográfica reciente, pues se habla, y con razón, ya no de la tercera edad (a partir de los 60 años), sino de la cuarta edad, es decir, personas mayores de 80 años que tienen una vida plena a pesar de que caminen más despacio y se les olviden algunas cosas. Pero están solas.

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Veo con terror esos planes para ancianos que incluyen todo tipo de actividades que, de buena fe, maquillan las señas del tiempo y sus inevitables cicatrices. Pienso que una sociedad bien educada valora, respeta y celebra a sus mayores como son y por lo que han sido y ve en ellos el reflejo que quiere o no quiere ser más adelante cuando el tiempo los haya consumido. Los jóvenes y su arrogancia maravillosa deberían pensar que están en cada uno de sus mayores, porque en cada uno de ellos, en su forma de envejecer y de morir, hay también un espejo esperando por todos a que entre a la escena el último espectáculo de la vida.

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