Los franceses creen ser el centro del universo. Todo en Francia es francés así venga de Saturno. Bien mirado, tienen por qué y de dónde sentirse orgullosos. No hay duda. La lista de sus razones es bien larga y bien conocida. Y ahora que vivo entre ellos, habría que agregar su mantequilla única, sus más de 200 variedades de queso y sus pálidas y hermosas mujeres casi siempre con el pelo suelto. A su modo, todos los pueblos de la tierra sienten y creen ser el centro del universo. Para nuestro caso, el Valle de Aburrá. No es crítica. Es apenas una constatación. Podría ofrecer más ejemplos.
Lo cierto es que con listas menos largas y rutilantes, es tan humano creer que somos el centro de todo, tanto como desconfiar de la comprensible tendencia.
Habrá que ver qué va a pasar con esta República Francesa, que puso hace siglos las cabezas de sus reyes en una cesta de esparto. Lo digo porque soy testigo de la tensión actual.
El actual gobierno del presidente Macron, arrinconado por todos los costados y con un 62 % de la población que piensa que debe dimitir, se defiende como puede, y lucha porque la derecha política no le gane más espacio, y saque adelante sus propuestas de reducción de los derechos laborales y sociales, su política antimigratoria y la restauración de la pena de muerte para violadores. Francia abolió la pena de muerte en 1981, gracias al entonces ministro de Justicia, Robert Badinter, recientemente entronizado en el Panteón de la República.
Yo, mientras tanto, tímido espectador, aprendo su bella lengua con relativo éxito y camino por la preciosa ciudad de Lyon, con un delgadísimo alfiler que pincha a los peatones con una pregunta cualquiera, y entonces miran a los ojos y sonríen. Y la aprendo, no está de más decirlo, desde mi lengua, mi centro del universo, del mío.