El 10 de junio de 2023 murió Nuccio Ordine, uno de los más grandes pensadores de nuestro tiempo. Su obra “La utilidad de lo inútil” se convirtió en un manifiesto universal contra la mercantilización de la educación y en defensa del fin último que deberían tener las escuelas: la formación de mejores seres humanos.
Nuccio Ordine fue uno de los más grandes pensadores italianos de nuestro tiempo. Profesor de literatura en Calabria, humanista consagrado y experto en los clásicos y el Renacimiento, murió el 10 de junio, cuatro meses antes de recibir el Premio Princesa de Asturias por sus contribuciones a las humanidades. Sin cumplir 65 años, deja un legado inmenso por sus ensayos, entre los cuales están “La utilidad de lo inútil” (2013), “Clásicos para la vida” (2015) y “Los hombres no son islas” (2023). En el primero de ellos aborda el enorme riesgo al que se enfrentan colegios y universidades al pensarse desde la lógica del mercado, mientras que sus últimos textos reivindican las preguntas y reflexiones que nos dejan los clásicos, así como el valor universal de la solidaridad y la necesidad de los otros en la vida humana.
Su texto “La utilidad de lo inútil” se convirtió en un reconocido manifiesto contra la mercantilización de la educación y en defensa de una formación que privilegie el pensamiento crítico, la libertad y el interés por el conocimiento de los estudiantes. Para Ordine, la educación y la cultura son las dos principales fuentes con las que cuenta la humanidad para construir un mundo mejor.
El punto de partida de sus reflexiones fue el mismo que llevó a Martha Nussbaum a escribir su hermoso texto “Sin fines de lucro” (2010): la disminución progresiva de los recursos gubernamentales dedicados a la educación, la ciencia y la cultura, pero muy especialmente a las humanidades. Buena parte de los gobiernos del mundo han venido disminuyendo la financiación en este campo partiendo del perverso criterio de que no tiene sentido invertir tanto en actividades que no tienen aplicación práctica o posibilidad de generar ganancias económicas.
En Colombia, por ejemplo, los recursos destinados a la investigación científica se han mantenido en el paupérrimo 0,3 % del PIB desde 1994, a pesar de que el presidente César Gaviria se comprometió a incrementarlo hasta el 3 % desde ese año. Treinta años después, la inversión es una de las más bajas de América Latina y diez veces menor de lo prometido cuando el expresidente recibió el informe de la primera Misión de Sabios.
Contrario a lo dicho por presidentes y ministros de Educación, en Colombia el porcentaje de inversión en este ámbito se ha mantenido constante desde hace 25 años: 4,5 % del PIB. Lo que sí ha disminuido es la financiación gubernamental de las universidades públicas. En 1999, el Estado financiaba el 73 % de los gastos e inversiones de la Universidad Nacional. Hoy financia menos del 50 %. Las universidades públicas deben salir a conseguir una parte significativa de sus recursos en el mercado de servicios. Los profesores, en lugar de revisar sus modelos pedagógicos, currículos y sistemas de evaluación, deben volverse expertos en mercadeo y finanzas.
Hace poco una tesis muy similar a la criticada por Ordine fue defendida en Colombia por el exalcalde Enrique Peñalosa, cuando afirmaba que teníamos que hacer “una reforma radical del SENA. El SENA –decía– desafortunadamente tiene demasiados cursos de filosofías y demás, y no suficiente énfasis en solamente la formación técnica, formación para el trabajo”. A estos políticos se referían Nussbaum y Ordine cuando hablaban de los peligros actuales de la educación. Teniendo en cuenta ese criterio, en ese momento titulé mi columna: ¿Se puede mejorar la educación sin renovar la clase política?
El principal riesgo de la educación de nuestro tiempo es que termine por dedicarse a preparar a los estudiantes para el trabajo y no para la vida. El peligro es que lo que se enseñe dependa de las necesidades del mercado y que se prostituyan los fines de la educación. De esta manera, los estudiantes comienzan a ser vistos como clientes. No por casualidad en las universidades se habla de créditos y débitos. El lenguaje nunca es neutral. Los colegios y las universidades dejan de exigir y lo único que les preocupa es que se gradúen todos los que ingresaron a la escuela. Desaparecen el esfuerzo, el trabajo y la lectura lenta y reflexiva.
El efecto perverso de eso es la pérdida de la calidad. El inglés sustituye al latín y al griego, los computadores a las comprensiones humanas y la formación integral es reemplazada por la tecnología. Las universidades se convierten en expendedoras de diplomas y desaparece la formación orientada hacia la libertad, la integridad, la autonomía y el pensamiento crítico, o lo que Kant y Ordine llamaban “pensar con cabeza propia”. Las universidades hipotecan sus fines a las empresas y aquellas asignaturas y facultades que no tienen finalidades prácticas tienden a desaparecer, como sería el caso del estudio de las lenguas clásicas, las humanidades y la filosofía, entre muchas otras. Estamos ante una “revolución copernicana” en la educación que tenderá a cambiar el papel de los docentes, los estudiantes y las universidades, pero, para desgracia de la humanidad, será una revolución que pondrá en riesgo los fines esenciales de toda buena educación: la formación de mejores ciudadanos.
Para sustentar su tesis, Ordine recurre a las obras clásicas y en sus textos y conferencias abundan hermosas citas de Montaigne, Virgilio, Platón, Bruno, Dante, Cervantes o Shakespeare, entre muchos otros. Con Nietzsche reivindica la lentitud propia de todo buen aprendizaje y con Víctor Hugo y García Lorca propone multiplicar las escuelas, las bibliotecas y los textos, porque argumenta que solo duplicándolos podremos vivir en un mundo mejor. El riesgo de no hacerlo es debilitar la democracia, la libertad y la diversidad.
Así mismo, muchos padres de familia viven con angustia y, por eso, tienden a sobreproteger a sus hijos. Al hacerlo, debilitan su autonomía. Deciden retirarlos de los colegios cuando no aprueban un año escolar o enfrentan la primera dificultad. De otro lado, les exigen estudiar carreras que les garanticen recursos económicos. “¿Para qué estudiar filosofía, literatura o artes –les dicen– si eso no te va a dar dinero para vivir?”. Esta es una de las frases que más desgracias generan en la vida de sus propios hijos. Piden a las directivas que los contenidos se adecúen a los fines del mercado, sobrevalorando las matemáticas y la tecnología y subvalorando la ética, las actitudes, la solidaridad y las interacciones humanas.
Muchos de los nuevos progenitores quisieran un camino rápido y fácil para conseguir los diplomas. No reconocen los esfuerzos y sacrificios de toda buena educación. Están presos de las leyes del mercado, de la sociedad de consumo y de la creencia de que el tiempo es oro. Según esa absurda tesis, hay que graduarse muy joven y no hay tiempo que perder. La vida se convierte en una carrera contra el tiempo y la felicidad en sinónimo de consumo. También se mercantilizan los fines de la vida misma.
En sus conferencias, Ordine solía retomar el bellísimo texto que Albert Camus dedicó a su maestro Louis Germain cuando ganó el Premio Nobel de Literatura en 1957: “Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto”. Lo claro es que si un maestro puede cambiar la vida de un estudiante, entonces muchos maestros muy bien formados pueden cambiar, en el mediano y largo plazo, la vida de una sociedad.
La conclusión es evidente: los Estados deberían privilegiar la formación inicial y continua de sus docentes. Pese a las serias debilidades que presenta la formación de maestros en Colombia, hasta la fecha ningún gobierno ha intentado mejorarla. Mientras esto no ocurra, no podrá transformar la escuela y, en consecuencia, tampoco podrá transformar la sociedad.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)