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La educación, la convivencia y la paz

Julián de Zubiría Samper
11 de octubre de 2022 - 05:00 a. m.

El gobierno de Gustavo Petro está comprometido con la paz y la mayoría de los colombianos lo acompañamos en su propósito. Pero esta tarea no podrá lograrse sin impulsar una profunda transformación pedagógica en todos los colegios del país. Y, desafortunadamente, todavía no hemos comenzado a hablar del tema.

El gobierno de Juan Manuel Santos afirmó que después de firmar los acuerdos de paz con las Farc llegaría el posconflicto. Se equivocó. No llegó y nunca lo hará porque los conflictos son connaturales a la vida en comunidad y, por eso, siempre existirán. También eligió un nombre equivocado el presidente Gustavo Petro al hablar de “paz total”. Es más adecuado el término con el que se refiere el padre de Roux: “paz grande”. Tenía toda la razón Estanislao Zuleta cuando decía que la democracia no se alcanza en una sociedad sin conflictos, sino en una donde los conflictos se sepan tramitar y superar. Colombia todavía no ha aprendido a hacerlo.

En consecuencia, en las escuelas del país se debería estar enseñando a valorar las diferencias, a ponernos en los zapatos de los otros, a resolver conflictos, trabajar en equipo y a construir de manera colectiva. Necesitamos cuidar la confianza, la pluralidad, la tolerancia y la flexibilidad. Necesitamos aprender a conocernos a nosotros mismos y a los demás. Si hiciéramos eso, fortaleceríamos la convivencia y la paz, pero para lograrlo se requieren cambios institucionales y pedagógicos que todavía no se han implementado en la mayoría de los colegios.

Primero. Necesitamos construir colegios más participativos y democráticos

Históricamente la escuela ha estado en manos de sectores muy tradicionales. Foucault la comparó con la cárcel porque, como esta, da prioridad a la vigilancia, la disciplina y el castigo. ¡Y no hay nada menos democrático que las cárceles! En educación hemos avanzado porque ya no se castiga el cuerpo, pero se sigue castigando el alma. La época en la que se creía que “la letra con sangre entra”, sin duda, ya está superada. Aun así, en la escuela actual se vigilan las actitudes y las acciones, mientras se sigue castigando la creatividad y el espíritu libre.

Hasta hace poco se expulsaba a las niñas que quedaran embarazadas para que “no dieran mal ejemplo” y a los jóvenes que osaran usar aretes. No olvidemos las gigantescas manifestaciones en 2016 para pedir que no se cumpliera la Constitución de 1991 en los colegios. Sin duda, el propósito oculto era sabotear el Acuerdo de Paz, pero la intención manifiesta era violar derechos consagrados en la carta magna.

Aunque los docentes hablamos mucho de democracia, nuestras escuelas siguen siendo muy poco participativas y dialogantes. La palabra y las decisiones han estado monopolizadas por los docentes y el rector, mientras que las voces y propuestas de los estudiantes han sido silenciadas. Como lo saben la mayoría de los jóvenes, nuestras escuelas siguen imponiendo silencio, rutina, uniformes, fragmentación y mecanización.

En 2019, un parlamentario del Centro Democrático intentó eliminar los temas políticos en las aulas y para ello recurrió a un mecanismo previamente implementado por los paramilitares en el Magdalena Medio: ¡prohibir la libertad de cátedra! Quería que solo existiera la verdad oficial, la del partido de gobierno. Los paramilitares asesinaban a quien osara violar sus leyes; el representante Edward Rodríguez proponía expulsarlo de las escuelas. Afortunadamente, la movilización de académicos y sociedad civil no le permitieron lograr su macabro propósito. Contrario a lo que decía el proyecto de ley, las escuelas deberían ser siempre un espacio donde se puedan discutir todas las tesis que han existido en la religión, la ciencia, la política y la sociedad. Sin excepción. Los gobiernos totalitarios, por el contrario, le temen a la libertad de expresión. Por eso prohíben temas y queman libros. Y quien quema libros está solo a un pequeño paso de quemar a quienes los escribieron.

Para construir una escuela más participativa, democrática y deliberante tendríamos que fortalecer los organismos colegiados de dirección y entregarles los colegios a los estudiantes mayores por lo menos una vez por semestre para que ellos decidan cómo dirigirlo y qué enseñar. Así mismo, deberíamos permitir un debate amplio sobre las decisiones, para que triunfe la mejor argumentada y no la más asociada al poder. Sería muy importante nombrar representantes de cada curso y estamento para cuidar la democracia, la convivencia, el deporte y el ambiente. Un colectivo de estudiantes, padres y profesores debería representar a la comunidad ante los cuerpos directivos. E incluso así el proceso quedaría a mitad de camino porque las escuelas que hemos construido son poco diversas en estratos, etnias y regiones. Eso limita la diversidad y, al hacerlo, restringe la pluralidad.

Como puede verse, las medidas propuestas implicarían una profundización de la Ley General de Educación de 1994, implementada con el más amplio consenso durante el gobierno de Ernesto Samper, aunque los gobiernos conservadores de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe trataron de echarla para atrás. En parte lo lograron, pero un gobierno como el de Petro debe retomarla, profundizarla y consolidarla.

Segundo. Necesitamos una educación más integral

La escuela tendría que asignarle mayor importancia a las competencias socioemocionales de los niños y jóvenes. A fin de cuentas, ¿de qué les sirve saber los pesos atómicos si son poco autónomos? ¿De qué les sirve saber las derivadas si son personas poco empáticas? ¿De qué sirve que los egresados del sistema educativo conozcan los nombres de todos los presidentes si son poco flexibles, se bloquean al exponer o sienten tristeza y depresión?

La escuela que hemos construido asigna un tiempo excesivo a lo académico y uno ínfimo al arte, el deporte y el corazón. Esta es una consecuencia de seguir creyendo que la función esencial de la educación es transmitir informaciones. Los profesores se seleccionan solo con criterios académicos y los estudiantes se promueven en colegios y universidades teniendo en cuenta exclusivamente evaluaciones académicas. En las clases no hay tiempo para aprender a comprender a los otros. Seguimos sin asignar el tiempo necesario para revisar la autobiografía y para construir los proyectos de vida. Para el arte y el deporte hay muy pocos profesores, tiempo y espacios curriculares. Eso no ayuda a construir una convivencia sana que garantice apoyo, confianza y reconocimiento. Ya lo dijo Martha Nussbaum, la democracia necesita de las humanidades. Por el camino que hemos recorrido en Colombia seguimos todavía muy lejos de reconstruir el tejido social que dejó despedazado la larga y cruenta guerra que hemos vivido.

En los últimos meses, muchas voces piden enfatizar las recuperaciones académicas por los vacíos generados por la pandemia. Se equivocan. El vacío más profundo e intenso ha sido socioemocional y hacia allá hay que dirigir el esfuerzo. Necesitamos más tiempo, espacio y profesores dedicados al cuidado emocional para enfrentar las crisis socioemocionales que se desataron mientras las interacciones eran limitadas y aumentaban los tiempos de convivencia en hogares poco democráticos y en las calles atestadas de problemas, mafias y tensiones.

Según PISA, en Colombia, dos de cada tres estudiantes de grado noveno no han entendido nada de las matemáticas recibidas en los diez años anteriores. Los algoritmos matemáticos aprendidos de manera mecánica debilitan el autoconcepto y la alegría de los niños. Eso no solo es negativo para el pensamiento, también lo es para el corazón y las emociones. En las clases deberíamos favorecer la investigación, los debates y las preguntas de los niños. Deberíamos trabajar y evaluar en equipo, los estudiantes y los profesores. Tendríamos que ampliar las asignaturas electivas y los trabajos a partir de preguntas de los estudiantes. Una escuela menos rutinaria es necesaria para formar niños más sanos emocionalmente.

Para que la escuela nos ayude a construir la paz tenemos que hacerla más participativa, deliberante, dialogante y democrática. Como decía García Márquez, “una escuela desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire en un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos”. En consecuencia, si el gobierno de Petro quiere fortalecer la paz, necesariamente tendrá que pensar en la transformación pedagógica de las escuelas. Pero de eso el Ministerio de Educación actual no ha comenzado a hablar. Es cierto que tan solo lleva dos meses, pero llegó el momento de iniciar el debate.

* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)

 

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