Las declaraciones de algunos de los principales líderes políticos en Colombia están eliminando la posibilidad de cualquier diálogo, acuerdo o debate argumentado. ¿Estamos condenados a perpetuar una conversación política que convierte en criminales a todos los opositores y críticos?
En mi columna anterior me referí a los campos de concentración de Auschwitz y a su versión actual, construida por el gobierno de Benjamín Netanyahu en Gaza. Quisiera continuar mi reflexión y enfatizar en el poder casi ilimitado que tienen las palabras para construir realidades. Como decía Freud, “la ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas”.
Pero hoy no hablaremos de bondad, sino de las palabras de odio pronunciadas cada vez con más fuerza en nuestro país. Esta es una idea sobre la que ha reflexionado ampliamente Naciones Unidas y muy especialmente el abogado senegalés Adama Dieng, quien fue asesor de la ONU para la prevención de los genocidios.
Los nazis se referían a los judíos como “parásitos”, “plagas”, “ratas” o “bacterias”. Así lo hicieron desde 1933 cuando Hitler ascendió al poder. El Partido Nazi llenó Berlín con carteles que decían: “Los judíos son piojos, causan tifo”. Esos términos buscaban deshumanizarlos. Como habían hecho los conquistadores cinco siglos atrás, los nazis les quitaron el alma para justificar su muerte. De esa manera resultó mucho más fácil concentrarlos en guetos y llevarlos a campos de exterminio. Los hicieron ver como una amenaza biológica, moral y cultural para Alemania.
La degradación humana también la hemos visto en los discursos del Partido Likud, que hoy gobierna a Israel. El exministro de Defensa que lideró la respuesta a los ataques de Hamás, Yoav Gallant, calificó a los habitantes de la Franja de Gaza de “animales humanos”. Al día siguiente de la masacre de Hamás, Isaac Herzog, presidente de Israel, declaró que por ella pagaría todo el pueblo de Palestina, porque todos eran responsables. Juzgó a todo un pueblo por la acción de un pequeño grupo de terroristas radicales.
Tanto en el exterminio de los judíos como en la actual expulsión de los palestinos de sus tierras se concluye lo mismo: primero fueron los discursos de odio y luego –como siempre pasa– los crímenes de odio.
Colombia ha vivido en carne propia el impacto mortal de las palabras envenenadas. En los años cincuenta del siglo pasado, 300.000 campesinos fueron asesinados, el 42 % de las casas del Tolima fueron quemadas y millones de personas perdieron sus tierras y fueron desplazadas. Su muerte comenzó cuando el Partido Conservador se refería a los liberales como “bandoleros”, “cachiporros”, “matacuras” o “chusmeros”. También cuando los liberales decidieron llamar a los conservadores “chulavitas”, “pájaros” o “godos”. No hay duda, esos términos despectivos promovieron el odio, el destierro y los asesinatos de campesinos liberales y conservadores. Al final –y sin comprender el trasfondo ideológico de la confrontación–, miles de ellos perdieron sus tierras y sus vidas.
El valioso informe de la Comisión de la Verdad nos mostró la magnitud de la tragedia que hemos vivido en Colombia. Entre 1985 y 2016, 121.000 personas fueron desaparecidas y 456.000 fueron asesinadas. Lo más triste es que solo el 2 % murieron en combate. El 98 % eran civiles desarmados. Como hoy pasa en Gaza y ha pasado siempre, quienes ponen los muertos suelen ser civiles desarmados y pobres. En eso las guerras han sido muy selectivas.
Un país que ha padecido una guerra que ya lleva 70 años y que pareciera nunca terminar, hace mucho tiempo debería haber aprendido que las palabras, cuando están cargadas de odio, matan tanto como las balas.
Para desgracia de todos, algunos de los líderes políticos más importantes hacen ver a sus opositores como si fueran criminales. Lo triste es que ahora es muchísimo más grave, porque sus palabras se propagan por todo el territorio nacional y miles de bots, bodegas y fanáticos se convierten en caja de resonancia para los insultos degradantes. En cuestión de segundos, las redes sociales reproducen el odio de manera exponencial. Razón tenía el expresidente Pepe Mujica en Uruguay al despedirse del congreso de su país: “El odio es ciego como el amor, pero el amor es creador y el odio nos destruye”.
Desafortunadamente, en nuestro medio sigue triunfando el odio. El pasado sábado 16 de agosto, uno de los numerales más divulgados a primera hora fue el de “Ratas”. Tal como señalé, así llamaban los nazis a los judíos. Tenemos un presidente que llama “HP” a los parlamentarios, “muñecas de la mafia” a las periodistas y nazis, fascistas y paramilitares a quienes convocan marchas en su contra. Así mismo, tenemos un expresidente que acusa al presidente en ejercicio de ser el instigador de la muerte del senador Miguel Uribe y sindica a otro expresidente de haberle entregado el poder a los criminales. Sin duda, las declaraciones de ambos promueven la polarización, fomentan el odio y eliminan la posibilidad de cualquier diálogo, acuerdo o debate argumentado.
En 2022, la Fundación Edelman nos ubicó como el segundo país más polarizado del mundo. Llevamos décadas sin aprender a dialogar o a consensuar. Los insultos sustituyeron a los argumentos y los opositores y críticos suelen ser presentados como criminales. Así no se construye democracia, ni convivencia, ni paz.
Cuando en 1933 los nazis llamaron piojos a los judíos nadie pensó que diez años después seis millones de judíos serían asesinados en campos de exterminio. Nadie tuvo la lucidez suficiente para entender que una sociedad democrática no puede tolerar a los intolerantes porque, como señaló Karl Popper, esos intolerantes terminarán por eliminar la tolerancia en la vida social.
Como afirma Jean Paul Sartre, “cada palabra tiene consecuencias, pero cada silencio también”. Por eso creo que ningún ciudadano puede permanecer indiferente al ver que algunos de nuestros más importantes líderes políticos, con sus palabras, nos siguen conduciendo a una guerra indefinida y fratricida. Es hora de que entendamos que el silencio tampoco es una solución.
* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria).