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Hoy hace 71 años, el 23 enero de 1954, durante un sobrevuelo sobre el majestuoso Parque Nacional Murchison Falls en Uganda, Hemingway y su esposa Mary Welsh vivieron una de las aventuras más inverosímiles y aterradoras de su vida.
Todo comenzó como un regalo de Navidad tardío del autor para su pareja: una travesía para explorar desde el aire la impresionante naturaleza africana. A bordo de un Cessna 180 la pareja admiraba desde el aire los paisajes del Gran Valle del Rift, el Lago Victoria y, finalmente, las poderosas cascadas de Murchison. Pero la euforia se tornó en caos cuando el avión golpeó un cable telefónico durante el descenso. El aparato perdió el control y se estrelló en medio de la densa vegetación. Hemingway, tambaleante, ayudó a Mary a salir de los restos del avión, ambos ilesos pero sacudidos.
La situación, lejos de resolverse, se volvió más precaria al llegar la noche en medio de la sabana africana. La pareja, el piloto y los demás ocupantes de la aeronave accidentada contaban con un “kit de supervivencia” compuesto por unas pocas cervezas, una botella de whisky y unas manzanas, con las que Hemingway improvisó una pequeña francachela bajo las estrellas, rodeado de sonidos que revelaban la presencia de leones, elefantes y otros animales salvajes. El amanecer trajo la esperanza del rescate.
Sin embargo, el destino aún les tenía reservado otro giro inesperado. Al intentar despegar, el avión que llegó para rescatarlos también se estrelló durante el decolaje al golpear un termitero al final de la pista improvisada. Esta vez, Hemingway sufrió heridas graves: quemaduras, fracturas y una conmoción cerebral que lo dejaría con cicatrices tanto físicas como emocionales para el resto de su vida. Pese a todo, sobrevivió una vez más, consolidando su reputación como un hombre que desafiaba constantemente los límites.
Tras la explosión de la segunda avioneta y la subsecuente pérdida de pasaportes, dinero y una letra de cambio por 15.000 dólares, el grupo se desplazó en automóvil a Masindi en Uganda y fueron hospedados en el Hotel Masindi donde, casualmente, tres años antes se habían alojado Katherine Hepburn y Humphrey Boggart durante la filmación de La reina de África, una de las películas más queridas por Hemingway. Se dice que esa noche el grupo liderado por el escritor maltrecho por poco acaba la provisión de whisky y ginebra del hotel.
Al día siguiente, ya en el hospital en Nairobi, el autor de Adiós a las armas y Por quién doblan las campanas leería los obituarios sobre su muerte que habían aparecido en días anteriores en la prensa de todo el mundo. Al final de aquel año, a los 55 años de edad, le sería otorgado el Premio Nobel de Literatura por el conjunto de su obra.
África no fue sólo un escenario para Hemingway; fue una fuente inagotable de inspiración. Desde Las verdes colinas de África hasta Las nieves del Kilimanjaro, el continente se filtró en su obra como un personaje más, uno que representaba tanto la belleza indómita como el peligro constante. Estas experiencias alimentaron sus reflexiones sobre la fragilidad de la vida y el poder de la naturaleza para moldear al ser humano.
El accidente en Murchison Falls encapsula mucho de lo que define la narrativa de Hemingway: la lucha entre el ser humano y el destino, la capacidad de enfrentar el sufrimiento y encontrar significado en la adversidad. En una de sus frases más famosas, dijo: “Todo lo que quería hacer era volver a África”. Y es que África, con su brutal honestidad, le recordaba a Hemingway la urgencia de vivir cada día como si fuera el último. Para Hemingway, cada cicatriz fue una medalla y cada experiencia, una oportunidad para transformar la realidad en literatura.
