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Algo que debe reconocérsele y exaltársele a este gobierno es su acercamiento a China. Llevábamos demasiados años en mora de ingresar a la iniciativa de la Franja y la Ruta y, en general, de tejer vínculos más sólidos con la que es, sin disputa, la primera potencia mundial. Resulta saludable que Colombia diversifique sus relaciones, amplíe mercados y mire hacia el llamado Sur Global, espacio donde hoy se redefine buena parte del poder internacional. En ese tablero, China no solo ocupa el centro, sino que lidera la alternativa al orden occidental.
Dicho esto, llama poderosamente la atención que desde hace un tiempo un sector del propagandismo oficialista más fervoroso haya decidido desempolvar, reencauchar y hasta redimir la figura de Mao Zedong, presentándolo como el artífice del “milagro chino” y como un héroe del desarrollo socialista.
Lo verdaderamente desconcertante es que muchos de los mismos funcionarios que hasta hace unos días denunciaban —con justa indignación— el genocidio contra el pueblo palestino, como el viceministro Jaramillo Jassir, salgan ahora a exaltar a quien perpetró, a conciencia, crímenes de lesa humanidad contra su propio pueblo. Resulta insólito que condenen con vehemencia y bizarría a un genocida como Netanyahu, pero en el siguiente renglón hagan malabares morales para blanquear a otro genocida como Mao.
El Gran Salto Adelante (1958–1962) fue la utopía industrial de Mao convertida en pesadilla nacional. Pretendió transformar un país agrario en una potencia socialista en cuestión de años; el resultado fue una catástrofe humanitaria sin precedentes. La colectivización forzada, la manipulación de cifras, la destrucción de la agricultura y el delirio ideológico provocaron una hambruna que costó entre 20 y 40 millones de vidas.
La responsabilidad de Mao es ineludible. Su poder absoluto sofocó la crítica y el culto a su personalidad anuló toda posibilidad de rectificación. Ignoró las advertencias de técnicos y funcionarios, prefirió la épica a la evidencia y terminó convirtiendo la fe revolucionaria en una maquinaria de muerte. Aunque luego se apartó parcialmente del poder, jamás asumió su culpa.
La Revolución Cultural (1966–1976) completó el desastre. Mao, temeroso de perder el control, lanzó una cruzada contra sus propios camaradas, contra intelectuales y artistas. Movilizó a millones de jóvenes —los Guardias Rojos— para “purificar” al Partido de elementos burgueses y contrarrevolucionarios. El resultado fue una década de caos, humillaciones públicas, ejecuciones sumarias y una destrucción sistemática del acervo cultural chino. Universidades cerradas, millones de libros quemados, innumerables obras de arte destruidas.
La factura fue descomunal. Millones encarcelados o asesinados; toda una generación perdida en la barbarie revolucionaria. Mao fue el gran responsable: incitó la violencia, celebró la intolerancia y llamó “revolución continua” a lo que en realidad fue un suicidio cultural. Décadas más tarde, el Partido Comunista reconocería los excesos y rehabilitaría a las víctimas.
Tras la muerte de Mao, en 1976, vino el lento desmonte de su mito. Deng Xiaoping, uno de los perseguidos durante la Revolución Cultural, condujo al país por un rumbo opuesto: pragmatismo, apertura, mercado. Desde entonces, sus sucesores —Jiang Zemin, con su “triple representatividad”; Hu Jintao, con la “sociedad armoniosa”; y Xi Jinping, con su nacionalismo disciplinado— han reinterpretado al viejo caudillo como símbolo de unidad, más no de devoción personal.
Y sin embargo, aquí, a miles de kilómetros y medio siglo de distancia, el oficialismo colombiano insiste en revivir al Mao de los afiches y las consignas. ¿Por qué? Porque el socialismo chino —porque lo es, y es muy exitoso— ha mutado en algo que este gobierno no entiende ni puede aceptar: un modelo donde la ideología se subordina a la eficacia y donde la revolución cedió su lugar al desarrollo. Para los nostálgicos del socialismo de manual, esa evolución es una herejía.
Por eso Mao sigue siendo útil para el oficialismo: no por lo que fue, sino por lo que simboliza. Es el emblema de una izquierda detenida en el tiempo, aferrada a los discursos, los métodos y las redenciones anteriores a 1976. Una izquierda que confunde memoria con mitología y revolución con dogma. Reivindicar a Mao —pese a que fue uno de los peores criminales del siglo XX— no es un acto de reinterpretación histórica: es un gesto de fe ideológica, y como toda fe ciega, termina justificándolo todo.
