El fin de semana pasado ocurrió un hecho sin precedentes para la carrera política de Donald Trump. El populismo, eje fundamental de dicha carrera, y los símbolos de poder, prestigio y carisma aparejados a este sufrieron un duro revés en Tulsa, Oklahoma, en el evento masivo que se suponía debía de constituir el punto de partida de su campaña en pos de la reelección presidencial.
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Se anunció que habría más de un millón de asistentes y se habilitaron espacios de congregación en las afueras del edificio donde se celebró el evento, para que los miles que se quedarían sin el privilegio de asistir pudiesen por lo menos seguir la manifestación en pantallas gigantes en los alrededores.
El populista no existe sin el espectáculo y el espectáculo no sirve de nada si no hay público. No importa si el mensaje es bueno o malo, cierto o falso; el mensaje mismo es lo de menos: lo verdaderamente importante es la masa y el efecto emocional que se despierte en esta. Y cuanto más tupida sea la masa —conforme a lo planteado en Masa y poder, el monumental trabajo de Elias Canetti sobre la materia—, mejor cumple esta su propósito de demostrar fortaleza, poderío y cohesión.
Sin embargo, el mitin del sábado 20 de junio fue un rotundo fracaso, pues las imágenes que recorrieron el mundo mostraron a Trump hablándole a un escenario medio vacío. El discurso de Trump pasó a un segundo plano y esta semana no se habla mucho acerca de los ataques a Biden o de su cada vez más absurda y descabellada postura frente al COVID-19. De lo que se sigue hablando es de los números en Tulsa, que muestran, quizá por primera vez desde el ascenso político de Trump, una debilidad estructural en la postura del actual presidente de los Estados Unidos.
¿Qué pasó? ¿Cómo pudieron estar equivocados Trump y sus asesores en sus previsiones? ¿Quién o quiénes fueron los responsables de esta debacle? ¿Antifa? ¿Las protestas de Black Lives Matter? ¿Los demócratas? ¿El miedo al virus? Aunque en parte todos estos factores tuvieron incidencia, los verdaderos responsables de poner contra la pared a Trump y a su equipo son chicos jóvenes de 12 a 18 años que se identifican con la cultura del K-pop originado en Corea del Sur y los noveles y poco comprendidos usuarios de TikTok (¿tiktokers?). En las semanas previas al evento se organizaron a través de foros y redes sociales para boicotear la congregación, haciendo miles de reservas y cancelando la víspera o no asistiendo, mostrando así un altísimo grado de cohesión y coordinación, pero también demostrando el poder que tiene la generación Z para contrarrestar discursos que le son antipáticos.
Lo que no han logrado en tres años largos revolucionarios y activistas curtidos, colectivos y grupos de presión organizados y estructurados o políticos opositores con su arsenal argumentativo, lo han ido logrando en un par de semanas adolescentes alrededor del mundo, quienes hasta las pasadas semanas eran miembros de subculturas marginales en el universo de internet y a quienes los viejos no prestábamos mayor atención.
A los nativos digitales, la llamada generación Z, les estamos heredando un mundo en crisis y hemos asumido que al ser jóvenes e inexpertos lo deben aceptar sin chistar. Ellos, ni cortos ni perezosos, lo están empezando a moldear según sus propios criterios a una velocidad inaudita, haciendo de nosotros, los viejos, los hazmerreíres de la historia futura.
@Los_Atalayas, atalaya.espectador@gmail.com