¿Es posible retornar a un estado de barbarie? ¿Involucionar? ¿Echar para atrás el progreso, deshacer los avances y conquistas de la humanidad hasta volver al primitivismo? La respuesta es sí. La historia demuestra que los colapsos sociales son reales y devastadores. Ya han ocurrido antes en numerosas sociedades humanas. Y quien escribe estas líneas considera que estamos a las puertas de uno nuevo.
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Hoy, como en el período final de la Edad de Bronce, los síntomas son evidentes: enfermedades globales y crisis sanitarias, catástrofes climáticas con sequías e inundaciones alternadas, presiones migratorias y demográficas, guerras civiles que se transforman en conflictos regionales o internacionales, deterioro progresivo de la educación que se traduce en pérdida de habilidades de convivencia, crisis económicas recurrentes, degradación y relativización de los códigos morales y de cohesión social, ascenso de autócratas y discursos extremistas, y una profunda erosión de la confianza en las instituciones políticas y en los mecanismos mismos de coordinación social. Esta combinación es particularmente peligrosa porque, al igual que en aquel entonces, todo ocurre simultáneamente y en un sistema global interdependiente.
Hace más de tres mil años, hacia el 1200 antes de la era común, el mundo conocido se hallaba extraordinariamente interconectado. A las ciudades portuarias del Levante oriental llegaba el estaño procedente de las islas británicas y de Iberia que se fundía con cobre de Chipre o las tierras altas de Anatolia para producir bronce. Desde el actual Afganistán, Mesopotamia y el valle del río Indo fluían metales, piedras preciosas, textiles y manufacturas complejas. Sin ese flujo continuo, el sistema se detenía. Así como hoy la economía mundial depende del petróleo, en aquel tiempo el bronce era el eje de la civilización. Las fundiciones trabajaban de manera ininterrumpida para abastecer un orden que parecía destinado a la expansión y al progreso sin fin.
Esa Edad de Bronce tardía fue una época de enormes avances: la rueda ligera de radios, la plena domesticación del caballo, la escritura en formas ya estandarizadas, el comercio a larga distancia y la diplomacia formalizada. Surgieron los primeros grandes imperios de la historia: Egipto, los hititas, Babilonia, Asiria, Elam y las ciudades-Estado micénicas. Todos ellos mantenían relaciones diplomáticas complejas, alianzas, matrimonios entre familias reales y tratados que regulaban el comercio y la seguridad colectiva. Los archivos hallados en Amarna, Ugarit y Hattusa muestran embajadas, intercambio de bienes de lujo y correspondencia diplomática en un lenguaje internacional común. Esta fue la primera globalización.
Sin embargo, entre 1200 y 1150 AEC, en menos de dos generaciones, todo ese entramado colapsó. Los reinos micénicos ardieron uno tras otro; las ciudades hititas fueron arrasadas y abandonadas; Ugarit cayó sin siquiera poder enviar ayuda a sus propios aliados; Chipre dejó de producir y exportar cobre a gran escala. La tecnología de escritura micénica, el Lineal B, desapareció durante siglos. La población retrocedió a formas de vida rurales, aldeanas, de mera subsistencia. Las rutas comerciales colapsaron y el conocimiento se perdió. El Mediterráneo oriental entró en una edad oscura de la que sólo comenzaría a recuperarse seiscientos años después, con el ascenso de las ciudades-Estado griegas del período clásico.
Durante mucho tiempo se atribuyó todo esto a los llamados “Pueblos del Mar”, a quienes los egipcios describen como invasores violentos que llegaron tanto por tierra como por mar (en ese entonces, como hoy, a los migrantes –pues parece que eso eran– se les odiaba, se les temía y se les endilgaban todos los males del mundo). Pero la investigación contemporánea muestra un escenario mucho más complejo. Sequías intensas y prolongadas, hambrunas, terremotos en cadena, conflictos sociales internos, pérdida de legitimidad de los gobernantes y quiebre de las redes de intercambio internacional hicieron que la maquinaria política y económica de la Edad de Bronce se volviera incapaz de sostenerse. El sistema se había hecho demasiado grande, demasiado dependiente, demasiado rígido; y cuando un componente falló, los demás cayeron detrás. El derrumbe fue sistémico.
Lo más perturbador es que el análisis histórico indica que cuanto más sofisticadas y entrelazadas son las sociedades, más vulnerables son a colapsos repentinos. La complejidad crea logros extraordinarios, pero también fragilidades acumuladas e invisibles, que sólo se revelan cuando ya es demasiado tarde.
La historia del colapso de la Edad de Bronce funciona hoy como una advertencia. Un mundo globalizado puede caer no por un solo enemigo externo, sino por la suma simultánea de múltiples crisis internas y externas. Las sociedades del 1200 AEC no comprendieron la magnitud de la amenaza hasta que sus palacios ardieron. La cuestión ya no es si el retorno a la barbarie es posible; la historia demuestra que lo es. La pregunta, profundamente inquietante, es si tendremos la capacidad de evitarlo.