En vida, Pedro Abelardo se envanecía del apodo con el que sus muchos enemigos se referían con horror a él: Golia. Incluso firmó varios de sus textos usando este mote que significaba “demoníaco” y del que quizás se derivó el término goliardo. Pedro Abelardo era un goliardo y fue quizás el primer profesor universitario según el gran medievalista francés Jacques Le Goff.
Los goliardos surgieron en el siglo XII, en una Europa en plena transformación: el modelo feudal estaba rescindiendo gracias a la apertura comercial que trajeron consigo las Cruzadas, lo que implicaron el advenimiento de la clase social burguesa y un progresivo retorno a las ciudades. La Iglesia de Roma, fortalecida por la Reforma Gregoriana y por el prestigio de las Cruzadas, se hallaba en uno de sus momentos de mayor poder y esplendor, lo que había llevado al sometimiento de los demás órdenes sociales a sus designios. La educación, por supuesto, estaba enteramente en manos de la Iglesia y eran pocas las personas que podían pasar por las instituciones educativas, escuelas monásticas y catedralicias, a finales de aquel siglo XII. La sociedad europea se hallaba en plena crisis, pues toda transformación profunda lo es.
En este contexto surgieron una serie de vagabundos itinerantes, educados en las tradiciones monásticas, pero por lo mismo profundamente antitradicionalistas; intelectuales rebeldes que no se sometían a la autoridad eclesial y que, usando la dialéctica y la lógica, empezaron a debatir y a cuestionar los dogmas de fe desde la razón. “Endemoniados”, pecadores proclives a la gula y a la ebriedad, los goliardos escandalizaron con sus fiestas, con sus poemas subidos de tono y con sus impúdicas discusiones en las que el espíritu crítico, y no el dogma de fe, era el faro que las guiaba y alimentaba.
En 1112, a los 33 años, Pedro Abelardo se trasladó, como tantos otros goliardos, a París, y empezó a impartir clases de retórica y dialéctica a quienes lo quisieran escuchar en las suaves laderas del Monte de Santa Genoveva, donde hoy se levanta el Panteón. En ese monte se instalarían muchos goliardos para impartir sus enseñanzas revolucionarias a lo largo del siglo XII y es allí también donde un tiempo más tarde se fundaría una de las primeras universidades de Occidente: la Universidad de París, inspirada por el espíritu de enseñanza libre, basado en la razón, en la lógica y, sobre todo, en el espíritu crítico de los primeros profesores, los goliardos.
Novecientos años más tarde, la universidad se halla en una de sus peores crisis. Al igual que a finales del siglo XII, Occidente – y la humanidad – está transitando por un proceso de transformación profundo y radical. Y al igual que en aquel entonces, las viejas estructuras de poder se hallan cuestionadas. La universidad, que en sus orígenes nació como respuesta a la crisis de su época, que en el siglo XII fue crisol y canalizador de las transformaciones necesarias para conjurar dicha crisis, hoy es perpetuadora y validadora de un sistema de educación vetusto y anticuado que ya no responde a los retos del momento. En vez de reformarse para adaptarse a los tiempos, la universidad ha decidido encerrarse detrás de los muros de sus claustros y darles la espalda a las profundas transformaciones educativas del siglo XXI. Lo grave es que, al igual que ocurría con los goliardos hace nueve siglos, las voces que claman por una reforma, por una conexión entre la universidad y la sociedad y sus problemas reales son tildadas también como indeseables, problemáticas y peligrosas. Los nuevos goliardos (hackers, programadores, plataformas de conocimiento en internet, algoritmos de inteligencia artificial, canales especializados en Youtube, etc.), la tienen al borde del colapso mientras que ésta, al igual que ocurría en el siglo XII con las escuelas monásticas y catedralicias, sigue aislándose en sus dogmas de fe y olvidando que el espíritu crítico – alma y esencia de la universidad – comienza por cuestionar las propias certezas.