Hubo un tiempo en que el poder tenía rostro. Era el del hombre fuerte que alzaba su mano para proteger y, si era preciso, castigar. Su figura encarnaba los valores primordiales, anteriores a toda ideología, anteriores a esa fractura moderna que partió el mundo entre derechas e izquierdas. Era el guardián de los suyos, el padre de todos, el que daba abrigo a su clan bajo la sombra de su cetro.
Ese hombre poderoso pensaba por los demás. Nos liberaba del tormento de decidir, de la fatiga de elegir, del vértigo de la libertad. Su voluntad era bálsamo, su mandato, refugio. En su reino no había duda ni confusión, sólo la paz que nace de la obediencia.
Porque pensar —lo sabemos— es a veces un acto doloroso. Cuestionar lo propio, debatir, disentir… todo eso cansa el alma y desgasta el corazón.
La democracia, ese sueño fatigado de los hombres libres, nos exige demasiado. Es una conversación infinita, una sinfonía de voces discordantes, un río que nunca se detiene. Su fuerza radica en la duda, y la duda hiere. La democracia es una llama temblorosa que ilumina y quema a la vez; nos mantiene despiertos cuando quisiéramos dormir.
El rey, en cambio, nos invita al descanso. Su palabra basta. Su gesto calma. Su justicia es rápida, eficaz, casi divina.
Mientras el aparato democrático se hunde en su propio laberinto de trámites, informes y comités, el rey actúa con la agilidad del instinto. Una orden, dos líneas, y el curso de la historia cambia. Su poder no necesita justificación; su autoridad se sostiene sola, como una montaña sobre la niebla. El monarca no pide fe: la impone. Y en ello hallamos consuelo.
Porque ante el caos del mundo moderno —sus crisis, su ruido, su exceso de voces— el ser humano vuelve a desear certezas. Quiere manos firmes, quiere dirección. La libertad, que un día fue aspiración, se ha vuelto una carga. La democracia, incapaz de adaptarse al vértigo de los tiempos, genera más inseguridades que respuestas. El ciudadano cansado busca refugio en la figura del protector, del que promete orden y destino.
Así, entregamos nuestras libertades con alivio. Las cambiamos por la ilusión de seguridad, por la promesa de pertenecer. Cedemos nuestra voz al poderoso, al rey que dice conocernos mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos. Y en este nuevo mundo de reyes, los exaltados son los coronados. Los sociópatas y megalómanos se visten de sabios; los tiranos, de redentores. Se proclaman justicieros, profetas, visionarios. Nos hablan de grandeza, de destino, de cruzadas morales. Héroes de su propia causa, sueñan con la inmortalidad que acompaña al poder absoluto. Sus gestos de fuerza fascinan a las nuevas generaciones, que ansían la épica y fantasean con destruir enemigos con un solo chasquido de los dedos.
Para sus seguidores, el monarca es más que un hombre: es una fe. Es el espejo donde se proyectan las certezas perdidas. En su figura se encarna la virtud, la ideología, el relato. Y por eso es infalible. Cuestionarlo es profanar la identidad del pueblo que lo adora.
El rey simplifica la vida, y lo hace a un costo que parece ínfimo. ¿Qué importa perder derechos, si ganamos sosiego? ¿Qué valen las libertades, cuando la seguridad —aunque mínima, aunque ilusoria— se ofrece a cambio? Hoy la libertad se cotiza a la baja, mientras la obediencia alcanza precios récord. El rey protege a los suyos, cuida de su corte, reparte favores con mano generosa y castiga con severidad ejemplar. Su crueldad se llama justicia; su arbitrariedad, voluntad divina.
El ciclo se cierra. La democracia, fatigada por su propio peso, se resquebraja. No supo transformarse, no supo escucharse. La oclocracia —el gobierno de la multitud sin rumbo— ha abierto el camino. El ruido ha vencido a la razón, la emoción ha derrotado al pensamiento.
Y entre el polvo de las repúblicas agotadas, los reyes están retornando. Porque al final, el ser humano sigue siendo el mismo: temeroso de su libertad, enamorado de su servidumbre, y siempre dispuesto a arrodillarse ante quien le prometa un poco de orden en medio del caos.
@Los_Atalayas