“El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Antonio Gramsci
El fenómeno de los populismos no es nuevo. Ha existido desde que existe la política. Y, como casi todo fenómeno en la historia, tiende a ser cíclico. Generalmente ocurre en vísperas de guerras, revoluciones y transformaciones sociales radicales; es el trueno que antecede a la tormenta. El populismo también demuestra la crisis de una sociedad doblegada por estándares educativos cada vez más bajos, por la ausencia o el relajamiento de la moral y por una desilusión hacia las formas tradicionales de hacer política y de gobernar.
A la versión actual del fenómeno —libertaria y de derecha radical— también contribuyen los vicios inveterados de las izquierdas latinoamericanas: el clientelismo y la corrupción e ineficiencia derivadas de este; la relajación, manipulación y degradación de la ética en la política; su estética trasnochada, y la incapacidad de reevaluarse para adaptar sus ideas y su discurso a las necesidades de la tercera y cuarta décadas del siglo XXI y no a las de 1960…
Sea como fuere, los mileis, bolsonaros, trumps y bukeles (por nombrar solo a algunos de esta parte del mundo) llegaron para quedarse —por lo menos por un tiempo, mientras se encargan de tensar aún más la cuerda del conflicto social hasta reventarla o dejarla irreversiblemente dañada— y para reproducirse a lo largo y ancho de aquella parte del planeta vanamente orgullosa de su democracia liberal. Nuestro país no será la excepción: en nuestro horizonte político ya se perfilan claramente los nombres de quienes ondean las banderas de este tipo de barbarie populista que también, no tengo dudas, nos abrasará con toda su violencia en un futuro no muy lejano.
Marco Aurelio fue el último de los cinco primeros emperadores de la dinastía Aureliana, llamados los cinco emperadores buenos por Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Maquiavelo los exalta como modelos de virtud aparejados a gobiernos buenos y prósperos: “Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio no necesitaban cohortes pretorianas ni innumerables legiones para protegerse, sino que eran defendidos por sus propias buenas acciones, la buena voluntad de sus súbditos y la lealtad del Senado”.
Entre ellos, Marco Aurelio, sobre todo, llamado “filósofo-rey” o solamente “el filósofo”, vivió y gobernó dentro del estoicismo, una doctrina basada en la virtud, la autocontención, el cumplimiento del deber y el respeto hacia los demás. Con la autoridad infinita que le confería ser emperador de uno de los imperios más poderosos del mundo, Marco Aurelio decidió gobernar haciendo lo correcto y no lo conveniente. A diferencia de la mayoría de gobernantes, Marco Aurelio optó por dar un buen ejemplo viviendo y gobernando honorablemente y así dejando un legado imborrable más allá de sus obras, demostrando que la virtud y la política sí pueden ir de la mano, que se puede vivir con honor y aun así gobernar un imperio tomando las decisiones más adecuadas para todos.
“Virtud” y “habilidad” no son lo mismo; hoy se tienden a confundir o, lo que es peor, las “habilidades” han ido desplazando a las “virtudes” como valores de nuestra sociedad. No son lo mismo pues la “habilidad política” permite laxitud moral, mientras que la “virtud política” no. Los estoicos nos han de recordar, en estos momentos aciagos que anticipan la conflagración, que ya antes hemos sido capaces, como sociedad y como humanidad, de actuar correctamente, de proceder con honor y de reconfigurar desde la virtud el mundo que quede tras la devastación de la tormenta que se aproxima.