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Las palabras no son todas iguales. Algunas, pocas, encierran una carga de sentido tan fuerte que se pronuncian con cautela, incluso con temor. Son los tabúes lingüísticos: vocablos cuya fuerza simbólica hace creer que nombrarlos equivale a invocar aquello que designan. Cargan una gravedad inenarrable y así ha de ser.
En la primavera de 1219, Gengis Kan desvió abruptamente su atención de la conquista de China hacia una expedición punitiva contra Corasmia, en lo que hoy corresponde al Cáucaso y el norte de Irán. El shah de Corasmia, Mohamed II, había decapitado a un emisario del supremo líder mongol, lo que, según el yassa —la ley de las estepas—, equivalía a atentar contra el propio Khan. Este crimen acarreaba el peor de los castigos contemplados en dicho código: la aniquilación completa de la nación culpable. En apenas dos años, los mongoles exterminaron a millones, a casi toda la población corasmia. Pero el castigo no se limitó a la vida humana: la cultura material también fue arrasada. La sanción, dictaba el yassa, debía borrar para siempre la memoria de aquel pueblo. Esa misma lógica de aniquilación es la que, siglos después, el derecho internacional tipificaría como genocidio.
Cada sociedad elige sus palabras sagradas. Pero siempre son escasas, porque si todo fuera sagrado nada lo sería. Su función es estructurar la sociedad alrededor de valores fundantes, de aquellos que generan seguridad y confianza. Por eso si se usan de manera indiscriminada, pierden peso, se trivializan y dejan de cumplir su papel.
“Genocidio” pertenece a esa categoría. Tiene un origen y un sentido precisos. No puede ser lo que el político populista decida que sea ni un condimento retórico para cargar de dramatismo su discurso. Si todo es genocidio, nada lo es. Y entonces la palabra se vacía, se convierte en un cascarón. No toda masacre lo es, ni todo asesinato colectivo por muy horrendo que sea es un genocidio. Muy pocos hechos cumplen con los criterios que la teoría, la jurisprudencia y el derecho internacional establecen.
La historia del término está ligada a la vida de Raphael Lemkin (1900-1959), jurista polaco de origen judío quien desde joven se obsesionó por la impunidad frente a crímenes masivos. Tras escapar de la persecución nazi y perder a la mayor parte de su familia en la Shoá, en 1944 acuñó la palabra genocide en Axis Rule in Occupied Europe. Fundió genos (pueblo, tribu, raza) y -cidio (de caedere, matar) para nombrar lo innombrable: la destrucción deliberada de pueblos, etnias o religiones enteras. El crimen de los crímenes.
En 1948, la ONU adoptó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Allí se enumeraron sus actos constitutivos: matar a miembros del grupo, causarles graves daños físicos o mentales, someterlos a condiciones de vida que lleven a su destrucción, impedir nacimientos en su seno y trasladar por la fuerza a niños hacia otro grupo. Con ello, el genocidio se convirtió en un crimen imprescriptible y de jurisdicción universal, imponiendo a los Estados el deber no solo de castigarlo, sino también de prevenirlo. Ese mandato de intervención abrió un debate que aún hoy enfrenta la soberanía con la defensa de los derechos humanos.
Desde entonces, la categoría ha sido decisiva para juzgar atrocidades como el genocidio de los tutsis en Ruanda (1994) o la masacre de Srebrenica en Bosnia (1995). Reconocer un hecho como genocidio tiene consecuencias jurídicas, pero también un enorme peso simbólico y político: significa declarar que lo ocurrido fue un ataque contra la humanidad en su conjunto.
Por eso, banalizar la palabra, usarla a la ligera para calificar hechos que no cumplen sus estrictos criterios, es una afrenta para quienes han sobrevivido al exterminio: para el pueblo judío durante la Shoá, o para el palestino en nuestros días. El genocidio, como concepto y como realidad, no admite ligerezas ni falta de rigor y menos de quienes con su ejemplo y la mesura de sus palabras han de liderar a sus pueblos.
