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Glifosato: la ilusión tóxica que el mundo ya empezó a pagar

Julián López de Mesa Samudio

25 de septiembre de 2025 - 12:04 a. m.

En las últimas semanas, mientras se agitaba la amenaza de descertificación de Colombia por parte de Estados Unidos, resurgió un fantasma que creíamos superado: la idea de volver al glifosato como herramienta central contra los cultivos de coca. Lo que hasta hace poco sonaba a propuesta marginal —un exabrupto lanzado en redes sociales para atraer titulares—, hoy empieza a insinuarse como alternativa real de política pública. La pregunta es si el país está dispuesto a cargar con el costo humano, jurídico y político que esa decisión implicaría.

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Durante milenios la agricultura se sostuvo en un ciclo sencillo: sembrar, cosechar y guardar semillas. Con Monsanto ese ritual ancestral cambió. En 1974 la compañía lanzó su herbicida estrella, el glifosato (cuya marca comercial fue Roundup) y poco después introdujo la jugada maestra: semillas transgénicas resistentes al propio químico. El negocio era perfecto para la empresa: sembrar, fumigar, cosechar… y volver a comprar semilla. El agricultor ya no podía guardar semillas sin exponerse a demandas. Lo que había sido costumbre campesina pasó a ser delito corporativo.

Los tribunales respaldaron esta lógica. En 2013, Vernon Bowman, agricultor de Indiana, fue condenado por la Corte Suprema de EE. UU. por replantar soja adquirida legalmente en un silo. El fallo fue unánime: resembrar equivalía a “fabricar” un producto patentado. Monsanto consolidó así un mecanismo que le permitió demandar a más de cien agricultores y recaudar más de 20 millones de dólares en compensaciones.

El glifosato actúa bloqueando una enzima esencial (EPSPS) en plantas, pero no en animales, lo que inicialmente se interpretó como “seguridad” para humanos. Monsanto lo promocionó durante décadas como prácticamente inocuo, incluso “biodegradable”, afirmaciones que después tribunales en EE. UU. y Europa declararon publicidad engañosa.

Por eso el péndulo giró. Desde 2018, cuando Bayer compró Monsanto por 63 mil millones de dólares, la avalancha de demandas cambió de dirección. Ya no eran campesinos demandados, sino ciudadanos que atribuían su cáncer al herbicida. Dewayne Johnson, jardinero escolar en California, obtuvo un fallo histórico en 2018: 289 millones de dólares, ajustados luego a 21. En 2019, Edwin Hardeman recibió 80 millones, y el matrimonio Pilliod, más de 2 mil millones, reducidos a 87. En total, más de 100 mil demandas se acumularon en tribunales estadounidenses. Bayer, que heredó la carga, ha pagado ya más de 10 mil millones en acuerdos, ha debido provisionar más de 16 mil millones para futuros litigios y ha visto desplomarse en un 40 % su valor bursátil. En marzo de 2025 un jurado en Georgia volvió a condenarla a pagar 2,1 mil millones a un solo demandante con linfoma no Hodgkin.

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En 2015 la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer de la OMS clasificó el glifosato como “probablemente cancerígeno”. Monsanto respondió con estudios propios y con presión sobre agencias regulatorias en EE. UU. y Europa. Investigaciones periodísticas (los llamados “Monsanto papers”) revelaron que llegó a practicar ghostwriting: redactar artículos favorables que luego aparecían firmados por académicos “independientes”. Ese comportamiento, más que la molécula del glifosato en sí, erosionó la confianza pública y fue decisivo para que los jurados castigaran con sentencias multimillonarias.

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Ahora bien, si Bayer, con todo su músculo jurídico y financiero, no ha logrado contener la avalancha de litigios, ¿qué podría esperar un Estado que decida reinstalar el glifosato como política antidrogas? ¿Está preparado el presidente actual —o quien lo suceda— para enfrentar demandas multimillonarias en tribunales internacionales, además del inevitable costo político interno? El glifosato es hoy mucho más que un herbicida: es un símbolo de litigios interminables, de ciencia en disputa y de políticas públicas que buscan atajos fáciles a problemas complejos. La experiencia global es elocuente: más de 100 mil demandas, más de 10 mil millones de dólares ya pagados, un gigante corporativo debilitado y un descrédito internacional imposible de ocultar.

Insistir en el glifosato sería insistir en un espejismo. Promete rapidez y eficacia, pero abre un campo minado de riesgos: para la salud de comunidades, para la biodiversidad del país y para la estabilidad jurídica del Estado. La historia reciente nos lo advierte con cifras, sentencias y pérdidas financieras colosales. El costo político de reintroducirlo no lo pagará “el país” en abstracto. Tendrá nombre propio: el de quienes tomen la decisión de caminar hacia un error que otros ya han empezado a pagar muy caro.

@Los_Atalayas

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