Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En ese entonces tenía 10 años y, como había sido costumbre en las últimas temporadas vacacionales, estaba pasando unas semanas en la finca de unos amigos en las afueras del pueblo. Era finales de agosto de 1985. Recuerdo aquellos días de calor insoportable. El cielo sin una nube. Las personas amodorradas moviéndose lentamente y sólo nosotros, los niños, corríamos de un lado para el otro, con el torso desnudo bajo la canícula, pateando mangos semidestrozados en la cancha de microfútbol de la plaza principal. La gente decía que nunca había hecho tanto calor como aquel año en Armero, Tolima.
El 13 de noviembre de 1985, Colombia despertó bajo el lodo. La erupción del Nevado del Ruiz borró del mapa a Armero y sepultó a más de 23.000 personas. La tragedia fue natural, sí, pero el desastre fue político. Porque el país sabía —y no hizo nada.
Desde finales de 1984, el volcán había empezado a rugir. Sismos leves, fumarolas, deformaciones del glaciar, reportes técnicos, misiones internacionales, mapas de riesgo. Todo estaba allí, anunciado con la precisión suficiente como para evitar la catástrofe. En octubre de 1985, un mapa de amenazas señalaba con claridad el destino posible de Armero. Pero los mapas, como tantas advertencias en Colombia, se quedaron en escritorios o en manos equivocadas.
El desastre no fue inevitable. Lo inevitable fue la indiferencia. El Estado tenía la información, las autoridades locales los planes, los científicos las alertas. Faltó decisión. Faltó creer en la ciencia. Faltó liderazgo. Un informe de la ONU lo resumió con brutal sencillez: “La trágica falta de evacuación de los pueblos de Armero, Chinchiná y las aldeas vecinas, a pesar de múltiples advertencias… provocó una enorme pérdida de vidas.”
A muchos pobladores se les dijo que permanecieran en casa ante la caída de ceniza, sin entender que el peligro no venía del cielo sino del barro. Y cuando el lahar descendió —caliente, espeso, veloz— Armero dormía. La ciudad estaba construida sobre un antiguo cauce, el mismo que en 1595 y 1845 ya había sido testigo de tragedias similares. Nada fue realmente imprevisible.
El precio humano fue devastador. Más de la mitad de los sobrevivientes presentaron secuelas psicológicas graves meses después. Pero la herida más profunda fue otra: la sensación de que la muerte llegó por negligencia, no por azar. “El volcán no mató a 22.000 personas. El Gobierno las mató”, tituló entonces un medio extranjero.
La tragedia de Armero transformó las normas —el Decreto 919 de 1989 y la Ley 46 de 1988—, pero no necesariamente la cultura política del riesgo. Hoy, cuarenta años después, las comunidades que viven a la sombra del Ruiz siguen expuestas. Aun con menos hielo, una erupción moderada podría producir un nuevo lahar de proporciones semejantes. Y las cifras de población en zonas vulnerables son inquietantes pues si en los ochenta eran miles, hoy son cientos de miles.
Recordar Armero no es solo un acto de duelo, sino de advertencia. La ecuación sigue viva: ante la advertencia técnica, se genera indecisión política. Ante un peligro inminente como ocurrió en varias ocasiones a lo largo de 2023, no hubo, como en el 85, una respuesta firme de las autoridades; la tragedia sigue siendo anunciada. Cambian los nombres, cambian los mapas, pero el guión se repite.
La deuda de Armero es moral. No basta con erigir monumentos o repetir efemérides. Hay que dar autoridad real a la ciencia, autonomía a los sistemas de prevención, y participación a las comunidades. Porque la memoria sin acción es solo nostalgia.
