Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

La advertencia de Weimar

Julián López de Mesa Samudio

04 de septiembre de 2025 - 12:05 a. m.

Hay momentos en la historia que funcionan como espejos. Nos muestran con crudeza lo que somos capaces de hacer —y de deshacer— cuando dejamos que el miedo y la rabia gobiernen la política. La República de Weimar funciona hoy como un espejo para nosotros. Se trató de una democracia nacida en 1919 con las mejores intenciones y con avances que hoy damos por sentados: sufragio para mujeres y hombres, libertades civiles, una constitución moderna. Y, sin embargo, apenas catorce años después, se desmoronó desde adentro, entregándose voluntariamente a la oscuridad.

Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar

PUBLICIDAD

El Tratado de Versalles humilló a Alemania y sembró resentimientos profundos. Muy pronto circuló el mito del “puñal por la espalda”: la idea de que el ejército no había perdido en el campo de batalla, sino por la traición de políticos, socialistas y judíos. Esa narrativa venenosa no sólo culpaba a minorías, sino que minaba la legitimidad del nuevo régimen antes de que tuviera oportunidad de consolidarse.

A ello se sumó un diseño institucional débil. La representación proporcional extrema convirtió al Parlamento en una feria de partidos incapaces de formar coaliciones estables. En catorce años hubo dieciséis gobiernos. El artículo 48 de la Constitución, que permitía al presidente gobernar por decreto en casos de emergencia, se volvió rutina. La democracia comenzó a percibirse como un sistema que no decidía, que no resolvía, que estorbaba. Y cuando la gente empieza a confundir democracia con ineficacia, ya se ha dado un paso hacia el precipicio.

La economía terminó de empujar al abismo. Primero, la hiperinflación de 1923: carretillas de billetes para comprar pan, cigarrillos convertidos en moneda. Después, la Gran Depresión: seis millones de desempleados en 1932, casi un tercio de la fuerza laboral. ¿La respuesta? Una austeridad despiadada. El canciller Brüning recortó gasto, bajó salarios, subió impuestos. En lugar de aliviar el dolor social, lo multiplicó. Y la historia dejó clara la lección: cuando la política económica castiga a los más vulnerables, lo que se fortalece no es la moderación, sino el extremismo.

Read more!

De otro lado, la polarización extrema convirtió a las calles en trincheras. Las guerras civiles empiezan siempre así. Las milicias nazis crecieron hasta reunir cientos de miles de hombres uniformados y armados, enfrentándose por doquier a las brigadas comunistas. Hubo asesinatos políticos por centenares. La violencia se hizo rutinaria. Y en medio del caos, la promesa autoritaria de orden empezó a sonar razonable para demasiados ciudadanos cansados del desorden. La izquierda se peleaba consigo misma. Los comunistas veían en los socialdemócratas a sus principales enemigos y los acusaban de “socialfascistas”. Mientras tanto, Hitler avanzaba. Allí hay otra advertencia para nuestro presente: una democracia acosada por el extremismo no puede darse el lujo de que sus defensores se consuman en rivalidades internas.

El talento de los nazis para comunicar hizo el resto. La campaña Hitler über Deutschland mostró a un líder que recorría el país en avión, omnipresente, moderno, capaz de estar en todas partes. Los mítines convertidos en espectáculo, los símbolos, los uniformes: todo ofrecía pertenencia en un mundo que parecía caerse a pedazos. Hitler no sólo ofrecía soluciones, ofrecía identidad. Y al final, fueron las élites conservadoras quienes sellaron el destino. Creyeron que podían domesticar al extremismo, usar a Hitler como herramienta. “En dos meses lo habremos acorralado”, dijo Franz von Papen. La historia mostró lo contrario: en semanas, el Reichstag ardía, las libertades eran suspendidas y la democracia quedaba legalmente desmantelada.

Read more!

Weimar cayó no sólo por los nazis: cayó porque la polarización volvió irreconciliables a los adversarios. Porque sus instituciones bloquearon más de lo que integraron. Porque la austeridad castigó a quienes menos tenían. Porque la izquierda anquilosada prefirió la pureza ideológica antes que la defensa común. Y porque las élites jugaron con fuego, convencidas de que podían controlar las llamas.

Esa es la incomodidad del espejo de Weimar: nos recuerda que las democracias no siempre mueren de un golpe externo. A veces se suicidan convencidas de que aún están defendiendo sus principios al renunciar a la búsqueda de consensos y a la exigencia de responsabilidad de políticos y de electores. Esa democracia apenas vota por su propio final como una presa que aplaude a sus depredadores

@Los_Atalayas

Conoce más

Temas recomendados:

Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.