Casi cinco siglos antes de la célebre Biblioteca de Alejandría —con sus cientos de miles de documentos— existió otra no menos extraordinaria, pues fue el modelo de todas las bibliotecas posteriores, incluida la del puerto egipcio. Se calcula que llegó a albergar más de 100.000 textos provenientes de todos los rincones del mundo conocido y fue la primera biblioteca sistemáticamente organizada de la historia. Por ello, muchos la consideran la primera biblioteca de la humanidad. Pero lo más asombroso es que fue el mayor tesoro del soberano más poderoso de su tiempo, dueño del imperio más vasto y rico que la humanidad hubiese contemplado hasta entonces.
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El reinado de Asurbanipal (669–631 AEC), cuyo título era “rey del universo, rey de Asiria, rey de las cuatro regiones del mundo, rey de Sumer y Acad”, representó el apogeo del Imperio neoasirio (911–612 AEC). Ante él inclinaban sus cabezas egipcios, elamitas, cananeos y nabateos de Arabia. Las gentes de toda Mesopotamia —desde los nacimientos del Tigris y el Éufrates en la meseta de Armenia hasta sus desembocaduras en el golfo Pérsico—, incluyendo las ciudades de Ur, Uruk, Babilonia, Assur y Nimrud, se hallaban bajo su égida y le rendían honores. Su capital, Nínive, albergaba a más de 150.000 personas, siendo por mucho la ciudad más grande del mundo en aquel entonces.
La doctrina asiria dictaba que la civilización había sido otorgada únicamente a ellos por su dios tutelar, Assur. Era un deber religioso preservarla y, además, imponerla por la fuerza a los demás pueblos, considerados bárbaros. Asiria fue siempre un imperio en pie de guerra: sus reyes se jactaban públicamente de su brutalidad, y Asurbanipal no fue una excepción. Su crueldad es legendaria.
En aquella época nadie dudaba de la predestinación: el destino de cada ser estaba fijado por la voluntad divina. Conocer, pues, los designios de los dioses era vital, especialmente para los gobernantes. Pero eran muy pocos los escribas capaces de interpretar y grabar correctamente los símbolos cuneiformes que contenían esos mensajes sagrados. Un solo error podía llevar a la ruina a un rey. El padre de Asurbanipal, Asarhaddón, descubrió en más de una ocasión a escribas babilonios manipulando los augurios del dios Marduk para inducirlo al fracaso político y militar.
Tal vez por ello su sucesor se empeñó en dominar personalmente ese saber: no solo sabía leer y escribir —es quizá el primer monarca plenamente letrado—, sino que lo hacía fluidamente en sumerio y acadio, dominando también sus distintas variantes. Recibió instrucción profunda en adivinación y orgullosamente debatía con los mayores sabios de su tiempo. Era capaz de acceder por sí mismo a la voluntad de los dioses, sin depender de intermediarios corruptibles. No en vano gustaba de representarse con una espada en una mano y el estilete de escriba en la otra: símbolo de fuerza y conocimiento.
Durante su largo reinado, tras cada batalla, se reservaba como botín todos los textos de los pueblos vencidos. Además, decretó que cada templo y ciudad bajo su dominio debía enviar a Nínive copias de todos los escritos que produjeran —bajo pena de muerte en caso de incumplimiento—. Él mismo supervisó la construcción, la clasificación y el archivo. El rey del universo podría haber reclamado las mayores riquezas; sin embargo, despreciaba el oro y las gemas. Su ambición era más elevada: atesorar la sabiduría de la humanidad.
La biblioteca se organizó en tablillas de arcilla, etiquetadas y clasificadas por temas y con anotaciones de origen. Se conservaban tratados científicos, obras literarias, rituales religiosos, listas lexicográficas, crónicas reales y, sobre todo, textos adivinatorios. Aquella monumental colección no solo era una herramienta política, sino una afirmación del lugar que Asiria ocupaba en el orden cósmico.
Siglos después de la muerte de Asurbanipal, la ciudad de Nínive fue incendiada. Paradójicamente, el fuego que destruyó la biblioteca también salvó gran parte de su contenido: al quemarse, las frágiles tablillas se endurecieron, solidificando para siempre la escritura cuneiforme. Cuando en el siglo XIX arqueólogos europeos redescubrieron sus ruinas, encontraron unas treinta mil tablillas todavía intactas. Entre ellas, destaca la célebre Epopeya de Gilgamesh, primer relato conocido en el que se menciona el Diluvio Universal.
Hoy, mientras en muchos países occidentales se reducen los recursos dedicados al conocimiento, la Biblioteca de Asurbanipal continúa recordándonos que el saber es el mayor tesoro de la humanidad. Incluso un monarca todopoderoso y sanguinario hace veintiocho siglos lo comprendió, lo valoró y lo protegió.