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La diplomacia colombiana lleva más de un siglo atrapada en una tensión que se ha vuelto constitutiva: la lucha entre el ideal del mérito y la persistencia del patronazgo. Es una cuerda que se estira desde el siglo XIX hasta hoy, donde la profesionalización del servicio exterior avanza en el papel, pero tropieza en la práctica con viejas costumbres de la política criolla. En esta pugna histórica se inscribe la nueva propuesta de “diplomacia comunitaria”, una idea que promete democratizar la política exterior y conectarla con los territorios. Pero como ocurre con muchas promesas transformadoras, por ahora sólo se han enunciado sus rasgos generales y sus razones de ser. No mucho más.
No siempre hubo carrera diplomática en Colombia. Durante buena parte de nuestra historia republicana las embajadas fueron extensiones de los salones bogotanos: puestos para notables, generales, gamonales o intelectuales que viajaban como representantes de una élite que se turnaba el poder. Recién en 1969 se realizó el primer concurso público para ingresar al servicio exterior, y en el año 2000 se blindó la meritocracia con el Decreto-Ley 274. Desde entonces, Colombia cuenta con una diplomacia que se estudia, se entrena y se evalúa.
Pero la teoría ha demostrado ser menos robusta que la realidad política. Y la realidad política dicta que las embajadas siguen siendo moneda de cambio, recompensa electoral, vitrina para aliados y amigos del poder. Un estudio reciente (David Castrillón-Kerrigan, Colombia Internacional, 2025) documenta que entre 2000 y 2024 más de la mitad de los nombramientos diplomáticos fueron políticos, más del 80 % de los embajadores no provenían de la carrera diplomática y casi la mitad de los puestos reservados para diplomáticos de carrera terminaron ocupados por designados discrecionales. Con gobiernos de derecha o de izquierda, tecnócratas o activistas, el patrón no cambia. La politización no es accidente: es estructura.
Esa estructura tiene consecuencias: fuga de talento, desmotivación de quienes sí compiten y estudian, pérdida de continuidad institucional y, sobre todo, dudas sobre nuestra credibilidad internacional cuando quien nos representa desconoce los instrumentos y los códigos de la diplomacia. Es como mandar a un equipo de fútbol a jugar la final del mundo con el grupo de amigos del dueño del club.
En ese contexto emerge la diplomacia comunitaria. Su narrativa es seductora: que la política exterior no viva solo “en los grandes salones”, sino también en las comunidades que, al fin y al cabo, son quienes sufren migraciones, crisis climáticas, violencias y economías que no conocen fronteras. El único paso concreto, por ahora, es el anuncio de una “Academia Diplomática Popular” en 16 ciudades, orientada a formar ciudadanos en diplomacia y relaciones internacionales desde el territorio. Los pormenores de su operación, costos y articulación con el servicio diplomático, aún no se conocen.
Pero aquí aparece la pregunta incómoda: ¿se está ampliando la diplomacia o se está abriendo un nuevo frente para la politización y el clientelismo? La propuesta coincide, temporal y políticamente, con iniciativas gubernamentales que buscan flexibilizar —o incluso eliminar— los requisitos técnicos para acceder a altos cargos en el servicio exterior. Si al tiempo que se abren puertas a la comunidad se debilitan los mecanismos de mérito, el mensaje deja de ser democratizar la diplomacia y pasa a ser desprofesionalizarla.
Una forma nueva, el fondo de siempre.
Es necesario blindar la meritocracia, fortalecer la carrera diplomática, mantener estándares exigentes para representar al país y, a un mismo tiempo, abrir canales reales para que la voz del territorio llegue al mundo a través de quienes sí saben ejercer esa voz en lenguaje internacional.
La verdadera democratización no consiste en reemplazar expertos por allegados, sino en lograr que la diversidad social nutra un cuerpo profesional sólido y respetado. Diplomacia comunitaria y mérito no son enemigos: son aliados naturales. Pero sólo si la primera no se convierte en coartada para erosionar al segundo. Colombia puede tener una diplomacia más justa, más técnica y más cercana a su gente. Lo que no puede darse el lujo es de tener una diplomacia cada vez más clientelista…
