En los últimos tres años la tensión religiosa se ha convertido en un telón de fondo inevitable. En Europa discursos islamófobos se han instalado en las campañas políticas y en los cafés de esquina, donde la diferencia cultural es vista con sospecha. En América algunos líderes populistas apelan al miedo al “otro” como recurso fácil para ganar votos. Y desde el 7 de octubre de 2023, con el ataque de Hamás y la inmediata retaliación de Israel, el mundo entero parece convencido de que la violencia entre religiones es un destino inexorable, que judíos, musulmanes y cristianos están condenados a enfrentarse sin remedio.
La historia, sin embargo, no confirma ese fatalismo.
Fernando III —llamado “el rey de las tres religiones”—, rey cruzado y canonizado como santo, conquistó Córdoba en 1236 y Sevilla en 1248. Fue celebrado como Athleta Christi, campeón de la fe, pero su memoria no se agota ahí. Tras la rendición de Sevilla no expulsó a todos los musulmanes: permitió que muchos permanecieran como mudéjares en los campos cercanos, cultivando la tierra, pagando tributo, conservando su fe. En Córdoba pactó con las autoridades musulmanas para evitar que la ciudad colapsara. Y en su corte, pese a las presiones eclesiásticas, mantuvo a judíos de confianza, como Don Meïr, pieza central de su hacienda. El testimonio más elocuente no es militar ni político, sino funerario: su sepulcro en la Catedral de Sevilla ostenta inscripciones en latín, castellano, árabe y hebreo como reconocimiento de que su reino se tejió en la pluralidad. Conviene recordarlo en tiempos en que se insiste en que el islam es ajeno a Europa: un rey santo fue sepultado bajo letras árabes.
A miles de kilómetros y tres siglos después el emperador mogol Akbar enfrentaba un desafío mayúsculo: gobernar un imperio musulmán cuya población era en su mayoría hindú. En 1564 abolió el jizya, el impuesto que marcaba a los no musulmanes como ciudadanos de segunda, e incorporó a príncipes rajputs en la administración imperial como aliados, no como tolerados. Su gesto más audaz, sin embargo, fue construir en Fatehpur Sikri la Casa de la Adoración. Allí reunió a ulemas, brahmanes, monjes jainas, clérigos parsis y sacerdotes jesuitas llegados de Goa. Se cuenta que escuchaba más de lo que hablaba, que preguntaba sobre el alma y sobre la justicia, y que intervenía sólo cuando los debates subían demasiado de tono para recordar que quienes allí debatían se debían respeto, pues cada uno de sus caminos buscaba sólo lo mejor para los suyos. De esas noches nació su principio de sulh-i kull, la “paz con todos”: la certeza de que el poder sólo es legítimo si garantiza la coexistencia de las confesiones.
Ni Fernando ni Akbar fueron santos de la tolerancia moderna. El primero permitió la permanencia de musulmanes porque sostenían la agricultura y confió en judíos porque eran esenciales para sus finanzas. El segundo integró a hindúes porque sin ellos su imperio era ingobernable. Pero es justamente en ese pragmatismo donde reside la lección: la convivencia no fue ingenuidad ni debilidad, sino estrategia política. La diversidad, bien administrada, multiplicaba la estabilidad y la fuerza.
Hoy, en cambio, vivimos bajo el signo de la sospecha. En Europa comunidades enteras son señaladas por la violencia de unos pocos. En Oriente Medio, desde octubre pasado, la lógica del “ellos o nosotros” se ha vuelto maquinaria de muerte, fomentada a través de discursos políticos que se alimentan del odio como si fuera un recurso renovable. El presente insiste en que sólo la fuerza impone orden. La historia, en cambio, nos recuerda que incluso en tiempos de cruzadas y conquistas hubo espacio para pactar, para incluir, para convivir.
Las inscripciones en las cuatro lenguas en Sevilla y los debates interreligiosos de Fatehpur Sikri son recordatorios de que no siempre fue así, ni tiene por qué serlo. La islamofobia que crece en Occidente y la espiral de violencia en Medio Oriente no son un destino inevitable, son una elección. Y lo que la historia nos dice con claridad es que se puede elegir distinto. Convivir es posible. Convivir es inteligente. Convivir es, en definitiva, el único camino hacia la paz.