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“Era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos…” con esta memorable frase comienza Charles Dickens su colosal novela, Historia de dos ciudades. El genio de las letras británicas retrataría las transformaciones y problemas de la época victoriana con toda su crudeza en Tiempos difíciles, La pequeña Dorrit, Oliver Twist y otras obras en las que muestra una época de cambios radicales y, por lo mismo, angustiantes ya que, en esencia, pronosticaban un futuro incierto.
Todo cambio de paradigma sacude la vida de quienes lo atraviesan. La historia insiste en mostrarnos que los seres humanos —y las sociedades que levantamos— se aferran con uñas y dientes a sus seguridades, por frágiles que estas sean. Y cada vez que esas certezas se tambalean lo que asoma no es entusiasmo sino angustia, prevención y, casi siempre, un pesimismo instintivo frente a lo desconocido.
Hoy no vivimos tiempos apacibles. El mundo se transforma a una velocidad que desborda nuestra capacidad de asimilación, y los entornos transmutan y se reconfiguran sin pedir permiso. No sorprende que la sensación dominante en nuestra era sea la de estar siempre a la intemperie: distopías donde antes había utopías, nuevas generaciones que repiensan la educación, la familia o incluso la reproducción, y un aire de incertidumbre que lo impregna todo.
Aún así, ni este año, ni la década pasada, ni siquiera lo corrido de este siglo pueden proclamarse como la cúspide de la desgracia humana. Si ponemos las cosas en perspectiva, lo nuestro parece un malestar manejable frente a lo que la historia nos recuerda como auténticas catástrofes. Para Michael McCormick y otros historiadores, el año 536 EC. marca ese infausto récord: el inicio de lo que bien podría llamarse la década más oscura de la humanidad.
Ese año, un cataclismo volcánico —probablemente en Islandia— arrojó tal cantidad de partículas a la atmósfera que el sol se volvió pálido, incapaz de calentar la tierra. Los registros científicos lo confirman: núcleos de hielo en Groenlandia y la Antártida, anillos de árboles en Irlanda, todos señalan la misma tragedia. Europa llegó a enfriarse hasta dos grados, y otras erupciones en 541 y 547 prolongaron la pesadilla. Las cosechas se perdieron, el hambre se extendió de Irlanda al Medio Oriente, y las sociedades enteras entraron en crisis.
Las crónicas de la época no dejan lugar a dudas: Procopio de Cesarea aseguró que el sol lucía como la luna en eclipse; Casiodoro se quejó de que al mediodía las sombras desaparecían y las frutas se arruinaban con heladas fuera de lugar; los anales del Ulster hablaron sin rodeos de “falta de pan”. En China nevaba en verano y en Oriente Medio el precio del grano equivalía al de un metal precioso. La humanidad entera estaba en penumbra, literalmente.
Pero como si la calamidad no fuera suficiente, apenas unos años después irrumpió la Peste de Justiniano (541–549), que barrió con quizás la mitad de la población del Imperio Bizantino. Hambre, epidemia y declive económico se confabularon para dar inicio a más de un siglo de retroceso cultural y demográfico. No extraña entonces que McCormick concluya que fue ese 536 el verdadero comienzo de la peor época para estar vivo.
Algo similar debieron de sentir quienes vivieron bajo la oscura y abrumadora sombra que proyectó el coloso de la revolución victoriana mientras emergía; para cientos de miles aquellos tiempos también han debido de parecer los peores. Empero, no sólo sobrevivimos a aquellas épocas aciagas, sino que trascendimos y nos adaptamos (tanto, que hoy la Era Victorina se ha decantado con dulzura en nuestra memoria). Quizás en estos tiempos difíciles en los que muchas veces pensamos que es una mala época para estar vivos habría que tratar de conjurar la maravillosa sentencia del gran escritor inglés pues el peor de los tiempos puede ser también el mejor de todos.
