En vida, Toumani Diabaté fue considerado el más importante intérprete de kora, instrumento de cuerda de África occidental. El virtuoso maestro maliense sabía que la destreza de sus dedos era fruto de casi cuatro siglos de perfeccionamiento transmitido por catorce generaciones de músicos en su familia. Diabaté encarnaba la maestría derivada del saber ancestral, característica de muchas sociedades tradicionales.
En Colombia, sin embargo, muy pocos podrían contar el nombre de sus tatarabuelos o describir sus oficios. Hagan la prueba, queridos lectores: ¿cuántos conocen con detalle su linaje más allá de cuatro generaciones? Si la mayoría de los colombianos no puede rastrear su propia historia familiar más allá de un siglo, ¿de qué ancestralidad estamos hablando?
Desde la perspectiva crítica de las epistemologías del Sur, como propone Boaventura de Sousa Santos, la ancestralidad es un conocimiento alternativo, silenciado por la modernidad occidental y el colonialismo. Pero esa reivindicación, valiosa en su origen, enfrenta una dificultad fundamental: ¿cuándo una práctica es realmente ancestral? ¿Debe tener siglos de historia, estar arraigada en una comunidad, o basta con que se declare simbólicamente significativa?
Estas preguntas revelan un vacío incómodo: no existe un criterio claro para definir lo ancestral. Muchas comunidades indígenas entienden la ancestralidad como una relación viva con los antepasados, más que una cuestión cronológica. Pero desde los discursos del actual gobierno el término “ancestral” ha empezado a usarse con una ligereza peligrosa, aplicándose a cualquier práctica ajena al conocimiento occidental y, sólo por serlo, exaltada desde el oficialismo.
Aquí se revela un problema de fondo: cuando lo ancestral se convierte en categoría política, se corre el riesgo de imponer una visión homogénea y artificial de identidad cultural. Apropiarse de prácticas o símbolos profundamente enraizados en ciertas comunidades para luego generalizarlos como si fueran patrimonio de todos los colombianos no sólo es un error conceptual, sino una falta de respeto. No todo lo que es culturalmente valioso en una comunidad puede, ni debe, trasladarse a toda la sociedad por decreto. Convertir lo particular en general es una forma de borramiento y exotización que pervierte y desdibuja la bandera de la inclusión.
Que la mayoría de los colombianos tenga orígenes étnicamente diversos —mezclas de sangre indígena, africana, europea, etc.— no significa que todos compartamos los referentes culturales o espirituales de comunidades específicas. Ser mestizo no es una identidad fija ni impuesta, y menos aún una que pueda ser definida desde arriba. Las políticas públicas que buscan promover identidades “ancestrales” como parte de un proyecto colectivo corren el riesgo de suplantar la libertad individual por una narrativa oficial que, aunque bienintencionada, resulta reduccionista.
Colombia es una nación joven, con poco más de 200 años de historia, y no una sociedad tradicional. Apenas un 12 % de la población pertenece a comunidades étnicas reconocidas (indígenas, afrodescendientes y rom), según el DANE. El resto se identifica como parte de una sociedad mayoritariamente urbana, híbrida y cambiante. Pretender que lo ancestral sea una identidad nacional compartida no solo es inexacto: es una imposición ideológica que puede socavar el multiculturalismo genuino.
La Constitución de 1991, en su artículo 70, establece que “el Estado reconoce la igual dignidad de todas las culturas que conviven en el país”. Eso implica libertad, no definición. Implica respeto a la diferencia, no apropiación simbólica. Dentro del gran tejido multicolor que es Colombia caben muchas identidades: las indígenas, afro, campesinas, rom y también las modernas, mestizas y occidentales. Forzar una identidad única, aunque se disfrace de ancestralidad, no es unión: es exclusión disfrazada de reconocimiento.